Fabiana

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"Una historia esperaba para ser escrita, escondida detrás de años enmarañados y desprolijos, donde se fueron tejiendo múltiples fantasmas, que amenazaban a cada instante con golpear la realidad. Una historia esperaba a que una mujer se atreviera a desgajar momentos y a enfrentarse con aquellas cosas que habían, poco a poco, cargado cada instante de significado. Una historia, una mujer, la vida."

lunes, 29 de junio de 2009

Amo la Vida - Parte XII -

XII

Mi primera experiencia con la quimioterapia había pasado dejando sus huellas, pero no tanto las visibles para el control médico, sino aquellas otras, las que nadie podía intuir, las internas. Mis propias huellas internas estaban allí para ser revisadas y no mirar para otro lado, para hacerles frente y buscarles un sentido, ¿de dónde habían surgido? ¿Cómo habían llegado a mí?
La terapia se había transformado en una necesidad, un espacio verdaderamente mío para detenerme a pensar. Me encontraba una vez por semana con millones de emociones peleándose por salir en palabras, empujándose unas a otras, queriendo tener mi atención repentina y obligándome a hacerme cargo. Era el tiempo de ir y venir al pasado, de hablar del cáncer, de los por qué, de los duelos no resueltos, del dolor que siempre había estado, de todos los miedos que venía arrastrando hacia tantos años…
Al principio, llegaba con una mochila de historias que sentía fundamentales .Prolijamente las iba hilvanando unas con otras, con bastante poco de asociación libre y mucho de ansiedad. Allí estaba yo, de cara a mi historia, tratando de recordar. ¿Por qué me costaba tanto hacerlo? ¿Por qué no encontraba mis recuerdos dónde siempre habían estado?
Mi terapeuta me llevaba pacientemente sobre un camino que no conocía, allí donde tenía que empezar a buscar las respuestas que necesitaba. Tenía mucho resentimiento guardado dentro, mucha tristeza escondida pacientemente año tras año, muchas ausencias y mucha culpa por no haber podido revisarlas a tiempo.
A medida que avanzaba en la terapia, mis corazas, las mismas que me habían protegido tanto tiempo, se fueron derrumbando una a una. Mis dolores comenzaron a emerger , como quien busca un resquicio de aire para respirar.
Casi sin proponérmelo, comenzó a surgir una persona más real, más concreta, más humana, que abrió los ojos para mirar a quienes tenía a su alrededor, a los que habían estado allí siempre desde el principio mismo de su vida.
Este mirar era distinto, casi como una primera vez. Me llevaba por senderos que se abrían infinitamente y en donde yo jugaba a entrar y salir buscando nombres. De pronto me acordé de un cuento que hacía bastante tiempo había inventado para mis alumnos, nunca había logrado comprender porque les resultaba tan fascinante .En esa historia, el protagonista se despierta una mañana y no recuerda los nombres de las cosas , ni siquiera el suyo propio. Comienza entonces, a recorrer distintos pasajes buscando pistas que le permitieran adivinarlos, buscando relaciones por ínfimas que sean entre las cosas que lo rodeaban, andando y andando distintas aventuras.
Hacia unos años había leído “La misteriosa Llama de la Reina Loana”, un bellísimo texto de Humberto Eco, que versaba sobre la historia de un hombre que se despierta una mañana sin poder recordar nada sobre su vida, su trabajo, sus gustos, sus emociones. Para comenzar poco a poco a reconstruir su memoria, se sumerge en la que había sido la casa de su infancia, por iniciativa de su esposa, y comienza a encontrarse con sus recuerdos, “viendo su propia vida como si acabara de inaugurarla” .
Sin quererlo, mi historia parecía estas historias, tan simple una, tan bellamente creada, la otra, pero en el medio atravesándolas, la necesidad de volver al punto de partida a mirar la propia vida.


Esa necesidad de inaugurar mi vida me había llevado a buscar mi nombre, casi temerosa de su significado. Allí donde había sido encontrado por mi mamá hacía tantos años, cuando mi vida era solo un sueño. Retrataba de una película argentino, de fines de la década del 50, llamada “El último Perro”. Yo sólo sabía que alguna vez me había manifestado lo fascinante que le había resultado el personaje de “La María Fabiana”. En este momento no tenía a mi mamá, para preguntarle por qué lo había soñado así, que parte de esa mujer la había atrapado tanto como para pensar en llamarme de esa manera. Tenía sí, un papá que poco recordaba el hecho y las circunstancias de la elección de mi nombre.
Allí estaba mi buscador señalando la película imposible de encontrar en algún lugar de la web, una breve reseña, los actores, el nombre, hasta llegar a abrir una ventana diminuta.
Así me encontré con “la María Fabiana” que había movido la fantasía de mi mamá, mi única pista más o menos tangible para comenzar a pensar.
Allí estaba ella, una mujer sensual, temperamental, que había tenido que endurecer su carácter para sobrevivir en el campo los ataques salvajes de los indios, viviendo de manera precaria y trabajando de incansablemente. Su dureza era penetrante y destilaba sin embargo una sensualidad inquebrantable que por momentos la volvía casi humana y hasta maternal. Sin duda sufrida, solitaria y guerrera, ¿así me habría soñado o así se imaginaba la vida mi mamá?. Ya no lo sabría, no iba a encontrar esa respuesta nunca más, pero sin dudarlo, había encontrado una mirada, allí cuando ella pensó en mí. Y desde allí debía comenzar a mirar yo también.
Siempre había sido” el patito feo” de la familia, la difícil, la rebelde, la de las preguntas inoportunas que había que callar, la de las reflexiones agudas, la solitaria, la que nadie llegaba a comprender. La misma a la que habían apodado “Aristo” a los cinco años, cuando todavía no sabía leer y ni siquiera podía intuir de quién estaban hablando.
Había ido construyendo mis corazas de afuera hacia adentro y desde muy temprano, dolorosamente tímida con los extraños, me resultaba imposible hablar de las cosas más sencillas. Ir al colegio se transformaba en una tortura cotidiana, prefería quedarme en casa en mi mundo de fantasía y solitaria, resguardada en las historias que leía o escribía. Mis corazas estaban allí para defenderme, de ese afuera peligroso, de la vida que transcurría detrás de las rejas de las ventanas de mi casa de la infancia, de un mundo que no podía conocer porque no me permitían hacerlo.
Ahora estaba yo, cuarenta años después, intentando desafiarlas para aprender a mostrar mis emociones, las que había aprendido a guardar pacientemente, para no volverme vulnerable y frágil.
Me había convencido a mi misma, de que era capaz de resistir las soledades más profundas y los dolores más intensos, pero no era así, me había descubierto frágil y necesitada y estaba aprendiendo a construir una fuerza diferente.
Poco a poco la enfermedad había ido perdiendo su poder y dejando espacio a mis historias para que pudieran hablar por sí mismas y no a través del síntoma que me había inventado, para finalmente encontrar mi lugar.
Casi de manera simultánea, y sin proponérmelo, estaba dejando ir a la mamá que yo había deseado tener ansiosamente y de la cual había esperado todo, para aceptar a la persona real que aparecía en mis recuerdos, la que no podía ser nada más que ella misma, con sus propios fantasmas y sus propias tristezas escondidas. Aquella a la que siempre había intentado agradar y complacer, con la que había peleado en silencio infinitas veces, a la que había reclamado un lugar que nunca había podido darme. Ahora estaba descubriendo “mi” lugar, el de esta Fabiana adulta que desde allí podía darle a quienes le rodeaban el suyo propio. Me estaba permitiendo ser yo misma, sin tener que mostrar mis superpoderes de mujer maravilla que todo lo puede, sin tener que ser grandiosa para ser querida.
Mi mama había empezado a mejorar de una manera notable, aún cuando no había una real explicación para que esto sucediera. Quizás eran los puentes que yo comenzaba a tender, quizás era la meditación que me ayudaba a detenerme y crear mi propio equilibrio, quizás era mi energía fluyendo incansablemente por primera vez.
Yo había comenzado a poner cada recuerdo junto a cada emoción y cada palabra junto a cada sentimiento, y mi mama no necesitaba seguir enferma para que yo empezara a mirar.

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