Fabiana

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"Una historia esperaba para ser escrita, escondida detrás de años enmarañados y desprolijos, donde se fueron tejiendo múltiples fantasmas, que amenazaban a cada instante con golpear la realidad. Una historia esperaba a que una mujer se atreviera a desgajar momentos y a enfrentarse con aquellas cosas que habían, poco a poco, cargado cada instante de significado. Una historia, una mujer, la vida."

miércoles, 17 de junio de 2009

Amo la vida- Parte IX -X

IX

Las palabras de Norma seguían resonando en mi cabeza, preguntándome si realmente habían existido o sólo se trataba de mis pensamientos jugando a las escondidas.
La lectura del libro me estaba enseñando algunas cosas que no conocía y volvía sobre ellas cada vez con mayor asiduidad. Había encontrado en esas páginas explicaciones claras acerca de muchas de las interrelaciones entre stress y cáncer que yo suponía, y a partir de allí estaba comenzando a revisar los últimos tiempos de mi historia.
Me enteré entonces que muchas de las investigaciones estaban pasando por alto que uno de los factores en el desarrollo del cáncer era el rol de las defensas naturales del cuerpo, algo que a mí me parecía tan claro y sencillo de comprender.
Allí estaba escrito. Eran mis propias células, las mismas que debían mostrarse alertas cuando podía llegar a aparecer un simple resfrío o cuando me cortara un dedo, para defenderme de cualquier infección, eran las que en este caso se habían escondido y habían mirado para otro lado cuando otras, “las malignas” habían comenzado a amontonarse confusa y desordenadamente en mi mama.
Pero mi pregunta era ¿por qué les había permitido distraerse de su tarea? ¿Por qué en este momento yo había necesitado que miraran para otro lado? ¿Qué era en definitiva lo que yo no podía ver?
Las preguntas seguían surgiendo una tras otra y cada vez que una respuesta se insinuaba, se abrían millones de otras posibles por donde seguir buscando.
Intuía una relación, pero estaba decidida a ir un poco más allá de la superficie y a buscar mis propias respuestas.
Hasta ese entonces había asumido, como la mayoría de las personas, que el cáncer era un enemigo con el cual había que batallar de manera consecuente y sostenida durante un tratamiento que no admitía bajar los brazos. Pero ese enemigo parecía haber llegado repentinamente a mi cuerpo, desde algún lugar remoto, para instalarse y comenzar a destruir poco a poco mis tejidos.
Me había preguntado millones de veces ¿por qué a mí? Como si se tratara de un infortunado juego de azar que nunca había decidido jugar.
Sin embargo, había decidido amigarme con mis propias células enfermas, que en definitiva eran solo mías. Allí estaban ellas, entremezcladas, confusas y desordenadas, diciendo algo que yo no entendía aún, pero que estaba segura, era la única capaz de comprender.
El cáncer había dejado de ser mi enemigo y no iba a librar una batalla contra él donde existiera la posibilidad de que alguno de los dos saliera triunfante ¿qué sería ganar la batalla? ¿Quién gana realmente cuando alguien gana?
Al revés de lo que siempre había pensado, comencé a buscar la manera de conectarme con mi cuerpo desde otro lugar, no quería transformarlo en un cuerpo enfermo, paciente y depositario de mis males y angustias. Mi cuerpo había creado vida, había cobijado mil abrazos y sonrisas, regalado miradas, había podido acariciar y sentir placer, se tensaba si tenía miedo o estaba nerviosa. Este era mi cuerpo y tenía más vida en cada poro de la que yo jamás había podido soñar.
La idea de una larga batalla donde claramente podía llegar a perder, se había ido desdibujando y había comenzado a surgir la idea de un aprendizaje continuo. En definitiva, esa era la parte de mi vida cotidiana que yo más amaba, era mi pasión y mi maravilla.
De la misma manera en que presenciaba absorta como mis niños iban construyendo las nociones más básicas sobre cualquier tema, con esa simplicidad comencé a aprender sobre mí misma.
Había descubierto que caminar por las mañanas era una excelente oportunidad de encontrarme con mis propias ideas frente a frente, pero a la vez me llenaba de una energía desconocida.
Un submundo se asomaba detrás de las rutinas ajetreadas que todos nos creamos a diario para cumplir con nuestras obligaciones. Hasta entonces, no sabía que estaba allí, esperándome. Iba a contramano de las urgencias de todos y sentía un inmenso placer por ello. Podía detenerme en una plaza a observar, mirar el frente de un edificio y tomarme todo el tiempo del mundo, todo el tiempo que necesitaba, para mí.
Me encontré entonces con un placer casi olvidado, al sentarme en una mesa de café a leer, sin apuros, sin presiones, sólo placer por leer.
Ese placer pasó a ocupar muchos de los momentos del día, pero no sólo el placer por hacer aquellas cosas que nunca había hecho. No, eso no me interesaba. Eran mis propios placeres olvidados, ni más ni menos que los que habían empezado a aparecer pero siempre habían estado.
¿Por qué los había guardado en el baúl de las cosas en desuso? La respuesta era sencilla, por mis propias urgencias inventadas. ¿Cuántas veces nos cuesta encontrar el tiempo para algo, por muy sencillo que sea, nuestro propio tiempo? ¿Cuántas veces entregamos ratos de a poco y sin darnos cuenta?
Una mañana cualquiera, estaba sentada con el libro de Simonton en un café, leyendo un ejercicio que proponía pensar sobre algunas situaciones estresantes que podrían estar relacionadas con la aparición del cáncer. Pedí una lapicera al mozo y en una servilleta comencé a escribir las respuestas que iba encontrando.
En la mayoría de los enfermos se observaba una situación de pérdida muy significativa en los meses previos a la enfermedad. Inevitablemente la muerte de mi mamá estaba flotando en mi servilleta, yendo y viniendo entre otras palabras. No ella, no su muerte, sino lo que yo había perdido de mi misma al perderla.
Pensaba en otros que habían estado enfermos, todos y cada uno de ellos habían perdido a alguien importante. Todos parecían haber sucumbido ante la ausencia, todos parecían haberse rendido a una suerte de desesperanza donde la vida había empezado a perder su valor y eso había permitido que nuestro sistema inmunológico se debilitara al punto de permitir a estas células desarrollarse.
A partir del diagnóstico de mi enfermedad había logrado asumir gran parte del problema viéndolo desde una nueva perspectiva y me estaba permitiendo actuar como nunca lo había hecho.
Entre mis nuevos descubrimientos estaba la denominada “terapia de centros de energía”, que se había metido en mi vida como casi todo en este último tiempo, de casualidad.
Hacía bastante tiempo mi amiga Marce me había comentado acerca de una persona maravillosa que hacía masajes en un clima muy especial, casi místico. Yo había tomado prolijamente la tarjeta y la había guardado en mi billetera, esperando el momento en que decidiera utilizarla. Recién al escribirlo, logro darme cuenta que hubo una serie interminable de situaciones que aparecieron en mi camino que quedaron archivadas como la tarjeta que me entregó Marce. Allí estaban mis necesidades, -“te va a hacer sentir muy bien”, me dijo ella , que podía leer mejor que nadie mis dolores internos. Pero allí estaban mis gestos cotidianos, el dejar pasar las señales, el archivar, el guardar, el levantar corazas, el tapar una y mil veces más que algo no estaba funcionando.
En ese entonces no recordé la tarjeta hasta que mi amiga me comentó que Cora, así se llamaba, daba clases en un lugar muy especial, algo así como “una especie de yoga”. Me pareció una buena idea investigar de qué se trataba ya que necesitaba hacer algo con mi cuerpo, algo que no sabía bien que era, pero que me permitiera sentirme mejor. En ese entonces escribí un mail pidiendo información a la escuela y me encontré con una cálida respuesta que me ofrecía probar las clases, casi como quien siente que hay algo que no puede explicarse con palabras, que hace falta sentirlo en el cuerpo.
Me acerqué a la clase de Cora , era lunes a la mañana y estaba dispuesta a descubrir de que se trataban los Centros de Energía.
Cuando llegué a la clase me encontré con un grupo de gente increíble, el afecto sincero circulaba en el ambiente, había abrazos en cada saludo e inmediatamente me sentí cómoda. Me llamaron la atención las paredes con barras de madera, la luz colándose por todos lados y la energía que circulaba por doquier.
Me descalcé y me ubiqué en una de las barras, esperando una serie de ejercicios que me hicieran sentir mejor, pero lo que sucedió fue otra cosa. Cora comenzó a hablar con su voz dulce y a explicar el centro energético que íbamos a trabajar, mientras colocaba un CD. La música me sonó maravillosa, parecían tambores africanos y enseguida todos comenzamos a mover los pies como lo estaba haciendo ella. Yo estaba tratando de copiar cada movimiento mientras observaba que cada uno de los que allí estaban no hacían lo mismo. Los movimientos eran similares, pero cada uno seguía su ritmo, su propio tiempo. No lograba terminar de comprender como hacerlo, me costaba seguir a Cora y estaba empeñada en transformarlo en una clase de ballet, rigurosa, disciplinada, con las puntas de los pies tensas y estiradas. –“No, así no” me dijo Cora suavemente y de una manera natural, - “sentí la música…”. Los pies empezaron a moverse solos, a golpear el piso casi con bronca, los brazos subían y bajaban, por momentos nos soltábamos de la barra y nos movíamos en el centro, todos juntos. En ese instante me acordé que me gustaba bailar, “esto es lo que yo siempre quise hacer”, me dije a mi misma. Me estaba sintiendo bien, realmente bien, y cada vez tenía más y más energía dentro mío. Sentía el calor y el placer en cada movimiento, pero también comencé a sentir las lágrimas que brotaban lentamente, como aflojándose de a poco. De pronto había comprendido por qué esto no podía explicarse, por qué había que vivirlo, me estaba entregando a mis emociones por primera vez y me dejaba llevar por ellas por todo el salón.
Me acordé de Isadora Duncan, de lo que sabía de ella y de su placer por bailar, de las aburridas clases de ballet clásico, del esfuerzo por lograr las posiciones, de las ampollas en los dedos del pié por las zapatillas de punta y me sentí diferente.
Después vino el momento de relajarnos y meditar, estaba en la colchoneta, exhausta y preguntándome que me había pasado, pero absolutamente feliz. Había decidido en ese instante, que iba a incorporar la terapia de centros de energía a mi vida, no sabía como ni cuando, estaba por comenzar la quimioterapia, mi gran monstruo imaginario, y no sabía si era posible.
Salí de la clase y caminé un par de cuadras, me encontré en la Plaza Serrano, y adopté para siempre ese lugar, para continuar mi placer cotidiano de café y libros.
No entendí entonces cómo funcionaba esta terapia, pero me había hecho bien y lo estaba disfrutando. No necesitaba una segunda clase de prueba, pero me lo habían propuesto para conocer a otros profesores y encontrar aquél con quien me sintiera más cómoda. Sin embargo concurrí a la segunda clase, esta vez con Sofía, una maravillosa mujer de ochenta años y una belleza increíble. Cuando entré al salón y la vi, me quedé fascinada, sus ojos claros, su voz tranquila y un clima de paz que circulaba en el aire. Nos sentamos en el suelo, éramos dos alumnos y ella, comenzamos a hablar y a conocernos, me escuché hablando de mis necesidades y mis tiempos internos, ella comenzó a explicar de qué se trataba lo que íbamos a hacer. Le hablé del libro de Simonton y de cómo me estaba ayudando a comprender el proceso de mi enfermedad, ella lo conocía y me explicó que había algunas cosas que habían evolucionado desde el momento en que había aparecido ese libro. Sofía era psicóloga y había trabajado con muchos pacientes enfermos de cáncer, y así de casualidad, como si siempre hubiera estado ahí, esperando mostrarme el camino, comenzó a explicarme muchas cosas que yo no conocía.


X

El tratamiento con quimioterapia aún no había comenzado, pero mágicamente la mama había comenzado a volver a la normalidad, se había desinflamado bastante y ya no sentía prácticamente dolor. En estas semanas habían aparecido en mi vida las mágicas clases de ese yoga tan vital y expresivo, que me había devuelto la energía que yo había perdido hacía mucho tiempo. En esos días había logrado comprender bastante el proceso de mi enfermedad y con la ayuda del libro estaba aprendiendo algunas cosas más que importantes. Casi sin darme cuenta me encuentro con una lectura que plantea cambiar algunas ideas o creencias sobre el cáncer y me asombro al descubrir que había llegado a hacerlo, casi sin proponérmelo, como si fuera parte de un proceso natural. En este ir y venir buscando y aprendiendo, escuchando mis necesidades y respetando mis tiempos, había logrado transformar mi cáncer fatal inicial en una enfermedad que puede no serlo y con la que tenía que aprender a vivir. Había descubierto que no se trataba de algo que venía de afuera como un monstruo, casi como un castigo, que me había elegido a mí entre otras mujeres. Había entendido que eran mis defensas las que habían aflojado su tarea y que era mi mundo interno convulsionado, el que había enfermado. Lo que era más importante, era la idea que había logrado desterrar de mi cabeza poco a poco. Ya no sentía que la quimioterapia era un veneno que iba a entrar por mis venas a destruir mis células y mi cuerpo, hasta transformarme en otra persona. La había comenzado a considerar una aliada, me iba a ayudar a curarme y estaba decidida a no rechazarla.
En toda esta etapa comencé a sentir que era posible revertir el proceso que me había llevado a enfermarme y eso comenzó a darme cada vez mayor seguridad.
Así fue como descubrí lo fundamental que me resultaba la terapia psicológica para escucharme hablar de cosas que habían estado muy escondidas durantes años y a las que por primera vez me disponía a nombrar.
La profesional que me había atendido inicialmente me había planteado una agenda ocupada y la posibilidad de esperar a que surgiera un turno, pero tenía pocas posibilidades de hacerlo, o en caso contrario derivarme a una profesional del equipo. Elegí esta segunda posibilidad y comencé a atenderme de inmediato, una vez por semana, con una psicóloga que no conocía. Inmediatamente sentí que me ofrecía un espacio contenedor, cálido y respetuoso, mi verborragia comenzó a fluir y casi como una catarata fluyeron con ella mis miedos y mis angustias. Luego la fui descubriendo a través de sus intervenciones inteligentes y oportunísimas y poco a poco comencé a entregarme. El cáncer iba y venía en mi discurso, a veces cargado de dolor, otras de miedo, en otras tapando algo, hasta que terminó casi desapareciendo y dejando lugar a lo que estaba por debajo de él.
Allí estaba yo, frente a frente con la enfermedad que amenazaba mi vida y sin embargo sintiéndome con una fuerza interna como nunca había conocido.
El decir “no” estaba apareciendo de a poco, ¿cómo podía ser tan difícil poner límites? Allí estaban las cosas que no tenía ganas de hacer y a las que me obligaba, pero ¿y mis propios límites emocionales, mentales, corporales? Los había traspasado y aniquilado durante años y ahora debía reconstruirlos de a poco. Tenía un gran cúmulo de dolor, resentimiento y frustración que nunca había logrado expresar, pero también comenzaba a decir “si” abiertamente, al llorar y pedir ayuda, al buscar a quienes me querían para sentirme contenida, al reconocer mi dolor y no ocultarlo, al decidir que quería vivir más que nada.
El libro proponía realizar una serie de relajaciones y visualizaciones varias veces por día, tratando de integrarlas a las rutinas diarias. En estos momentos buscaba un lugar tranquilo donde pudiera estar sola durante un buen rato sin interrupciones y me sentaba “a meditar”. En casa nadie comprendía realmente cuál era el proceso ni por qué era tan importante, no siempre lograba disponer de estos momentos para disfrutarlos sin interrupciones, pero esto también fue un aprendizaje para todos.
Entonces tuve que “darme” un tiempo y un espacio, para luego pedir a los demás que lo respeten, aún sin comprenderlo. Recorría la casa de dos plantas y me sentaba en uno u otro ambiente, no era sencillo, en uno se escuchaba la tele de la pieza de al lado, en otro la música, las puertas que se abrían y se cerraban a los golpes, el celular de cada uno de mis hijos sonando justo en el momento en que “yo estoy meditando”, el handy de Gus que había quedado en casa, y la lista seguía interminablemente.
Primero encontré el lugar, el cuarto de Victoria. Allí tenía un sillón giratorio de ratán que habíamos comprado cuando nos casamos, que había sido la delicia de todos cuando estaba en el living, porque parecía que acunaba a quien se sentaba en él. Ese cuarto tenía una ventana que daba al jardín y podía escuchar claramente los pájaros, tenía almohadones mullidos y coloridos y por sobre todo, estaba cargado de una energía única. El solo hecho de entrar allí era especial, era el espacio donde Victoria creaba, dibujaba y hacía sus artesanías, pacientemente durante horas. Era esa misma paciencia y esa energía creativa la que yo estaba buscando. Por otro lado, era el único espacio de la casa donde nadie iba a entrar si Victoria no estaba, y fue allí donde decidí instalarme algunos ratos en el día.
Después descubrí que necesitaba una manera de que “todos” supieran que no debían molestarme, e inventamos una señal, mis zapatos en la puerta de la habitación significaba indefectiblemente que nadie debía entrar, se podían ver desde la escalera que iba al piso superior y si uno la iba subiendo podía darse cuenta de inmediato que necesitaba hacer silencio.
Estoy segura que en ese entonces nadie entendía por qué estaba haciendo lo que hacía, simplemente me dejaban hacer. Yo estaba intentando crear un espacio para mí y un límite para los demás, casi delimitando mi propia necesidad y diciendo claramente cuales eran mis prioridades.
Las primeras veces me frustraba mucho porque sentía que no recordaba los pasos que debía seguir para relajar cada una de las partes del cuerpo, seguía siendo la mejor alumna queriendo repetir la lección frente al profesor de manera perfecta. A veces me llevaba quince minutos y otras estaba absolutamente absorta durante una hora. En ocasiones no lograba relajarme, mis pensamientos iban y venían cruzando mi cabeza de manera interminable y no lograba ninguna visualización. En otras me entregaba a una suerte de placidez que me fascinaba.
El proceso era sencillo, debía ir relajando cada una de las partes del cuerpo, siguiendo un cierto orden para no olvidar ninguna, primero contrayendo esa parte para luego relajarla. Finalmente debía contraer todo el cuerpo de manera simultánea para luego relajarlo por completo. Entonces debía imaginar un lugar, con sus texturas y colores y trasportarme allí. A veces me quedaba un buen rato imaginándolo, siempre empezaba siendo la playa de Pipas, en el norte de Brasil, a la cual habíamos ido de luna de miel. Ese era mi paraíso soñado, mi fuente de placer inagotable.
Me gustaba imaginar la textura de la arena entre mis dedos, sentir el calor en la planta de los pies, el sol en la cara y la infinitud del mar transparente, casi como un desafío.
En ese entorno tenía que imaginar a mi cáncer, darle una forma y un tamaño, para luego imaginar a mi ejército de leucocitos rodeándolo y destruyéndolo por completo, para luego visualizarme completamente libre de enfermedad.
Al principio el cáncer en mi mama había estado representado como una montaña sobre la arena de mi paraíso, que se asemejaba a las huevas de pescado, con un aspecto gelatinoso, grisáceo. Yo me acercaba a mi cáncer y lo rodeaba caminando a su alrededor, me llegaba aproximadamente hasta las rodillas, tratando de abarcarlo. Luego imaginaba a mi ejército de leucocitos en esa misma playa, aparecían desde todos lados, eran millones de seres diminutos vestidos de blanco, como los espermatozoides de la película de Woody Allen, que se acercaban todos juntos sobre mi cáncer y lo devoraban. No podía imaginar una batalla, ni armas ni un ejército verdadero como hacían otros en el libro. Esta era mi forma inicial de visualizar la destrucción del tumor. Luego debía plantearme las metas que deseaba lograr, pero no imposibles ni abstractos sino cosas concretas que podía ir alcanzando en tres, seis o nueve meses e imaginarme a mí misma en la situación de lograrlas.
Esta era la parte que adoraba de la relajación, después de sentirme victoriosa porque había destruido mi tumor, comenzaba a imaginarme logrando las cosas que deseaba. Me había planteado metas concretas, cercanas, posibles. Me imaginaba entonces haciendo una clase de yoga y disfrutándola, bailando en la playa con música de tambores, almorzando con mi hija y charlando, saliendo con mis amigas a comer, paseando con Gus de la mano. Eran metas chiquitas, estaban ahí, me daban placer y las podía lograr en poco tiempo. Después comenzaba a imaginarme a más largo plazo, recorriendo París, frente a la torre Eiffel y tomando plácidamente un café en el “Café de Flore”. Me imaginaba en la sala del jardín, contando un cuento a mis alumnos y pintando enchastrados en el piso. Imaginaba la casa que estábamos construyendo, la recorría y buscaba los muebles para cada rincón. Y así, con distintas cosas.
Cada visualización era más fuerte y más clara, el proceso de la batalla contra el cáncer era también cada vez más definido. A veces cambiaban las formas de los leucocitos, otras llegaban desde arriba de un médano, todos juntos. Pero siempre triunfaban en su propósito y terminábamos en esa playa celebrando, bailando alrededor del pozo de arena que habían dejado , y allí aparecían los rostros de quienes me querían.
Las metas que imaginaba me ayudaban a pensarme a mí con proyección hacia el futuro, me veía bien, saludable y feliz, rodeada de afectos y haciendo las cosas que más me gustaban. Cada vez podía extenderlas hacia más adelante y eso me llenaba de placer. Pero no se trataba sólo de visualizaciones positivas, debía ponerme en marcha para alcanzarlas y eso me llenaba de energía.
Estas visualizaciones fueron cambiando con el tiempo, sin que concientemente me lo propusiera. La montaña de huevas que representaba el tumor en mi mama se iba haciendo cada vez más diminuta y más fácil era entonces devorarla, para mis imaginarios leucocitos. Luego comencé a imaginar la quimio que recibiría, como si fuera una sustancia viscosa amarillenta o naranja que la cubría y la paralizaba, para que mis defensas pudieran actuar.
Las metas y los objetivos iban cambiando también, a medida que los iba alcanzando, entonces surgían otros diferentes e implicando un desafío mayor .Entonces las fuerzas se renovaban.
A medida que pasaba el tiempo, estos ejercicios de relajación y visualización eran más sencillos y lograba relajarme más profundamente, pero lo que era más importante comenzaron a ser mi estrategia para no dejarme invadir por la tensión, el miedo o la angustia. Cuando debía enfrentar una situación que anticipaba podía ser difícil, me preparaba con esta meditación para enfrentarla. Así llegué a la resonancia magnética y a la tomografía conociendo como podía relajarme y dejar de oír los zumbidos y ruidos que hacía la máquina, para transportarme a mi lugar de paz.
Pero no solamente había aprendido a controlar mi respiración y a relajar mi cuerpo, sino que también había logrado algo que hasta entonces me parecía imposible. Sin haber comenzado aún la quimioterapia, la mama había comenzado a desinflamarse, los cambios eran notorios, el dolor había casi desaparecido y realmente me sentía con muchísimas más fuerzas y energía que hacía tan solo unas semanas cuando me habían dado el diagnóstico.
Estaba aprendiendo a descargar la mochila de la que Norma me había hablado, sacando las cargas como si fueran piedras pesadas y alejando el resentimiento y el dolor de mi vida. Pero por sobre todo, estaba entendiendo cuán responsable era yo misma de mi propia enfermedad, no ya los otros que me rodeaban y a los que había culpado en muchas ocasiones.
Estaba descubriendo que podía alejar el resentimiento y el dolor que me producían las ausencias de siempre, las palabras que no habían estado cuando debían estar y los límites de quienes no podían ser otra cosa que ellos mismos, con sus propios déficits y sus propias historias de dolor e insatisfacción. Estaba empezando a perdonar antes que a culpar y a comunicarme en vez de callar.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Si si me hago cargo de haberte conectado con esos angeles... Y cómo son las cosas que ahora vos te convertiste en mi angel.
Te quiero Marce