Fabiana

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Argentina
"Una historia esperaba para ser escrita, escondida detrás de años enmarañados y desprolijos, donde se fueron tejiendo múltiples fantasmas, que amenazaban a cada instante con golpear la realidad. Una historia esperaba a que una mujer se atreviera a desgajar momentos y a enfrentarse con aquellas cosas que habían, poco a poco, cargado cada instante de significado. Una historia, una mujer, la vida."

lunes, 29 de junio de 2009

Amo la Vida - Parte XII -

XII

Mi primera experiencia con la quimioterapia había pasado dejando sus huellas, pero no tanto las visibles para el control médico, sino aquellas otras, las que nadie podía intuir, las internas. Mis propias huellas internas estaban allí para ser revisadas y no mirar para otro lado, para hacerles frente y buscarles un sentido, ¿de dónde habían surgido? ¿Cómo habían llegado a mí?
La terapia se había transformado en una necesidad, un espacio verdaderamente mío para detenerme a pensar. Me encontraba una vez por semana con millones de emociones peleándose por salir en palabras, empujándose unas a otras, queriendo tener mi atención repentina y obligándome a hacerme cargo. Era el tiempo de ir y venir al pasado, de hablar del cáncer, de los por qué, de los duelos no resueltos, del dolor que siempre había estado, de todos los miedos que venía arrastrando hacia tantos años…
Al principio, llegaba con una mochila de historias que sentía fundamentales .Prolijamente las iba hilvanando unas con otras, con bastante poco de asociación libre y mucho de ansiedad. Allí estaba yo, de cara a mi historia, tratando de recordar. ¿Por qué me costaba tanto hacerlo? ¿Por qué no encontraba mis recuerdos dónde siempre habían estado?
Mi terapeuta me llevaba pacientemente sobre un camino que no conocía, allí donde tenía que empezar a buscar las respuestas que necesitaba. Tenía mucho resentimiento guardado dentro, mucha tristeza escondida pacientemente año tras año, muchas ausencias y mucha culpa por no haber podido revisarlas a tiempo.
A medida que avanzaba en la terapia, mis corazas, las mismas que me habían protegido tanto tiempo, se fueron derrumbando una a una. Mis dolores comenzaron a emerger , como quien busca un resquicio de aire para respirar.
Casi sin proponérmelo, comenzó a surgir una persona más real, más concreta, más humana, que abrió los ojos para mirar a quienes tenía a su alrededor, a los que habían estado allí siempre desde el principio mismo de su vida.
Este mirar era distinto, casi como una primera vez. Me llevaba por senderos que se abrían infinitamente y en donde yo jugaba a entrar y salir buscando nombres. De pronto me acordé de un cuento que hacía bastante tiempo había inventado para mis alumnos, nunca había logrado comprender porque les resultaba tan fascinante .En esa historia, el protagonista se despierta una mañana y no recuerda los nombres de las cosas , ni siquiera el suyo propio. Comienza entonces, a recorrer distintos pasajes buscando pistas que le permitieran adivinarlos, buscando relaciones por ínfimas que sean entre las cosas que lo rodeaban, andando y andando distintas aventuras.
Hacia unos años había leído “La misteriosa Llama de la Reina Loana”, un bellísimo texto de Humberto Eco, que versaba sobre la historia de un hombre que se despierta una mañana sin poder recordar nada sobre su vida, su trabajo, sus gustos, sus emociones. Para comenzar poco a poco a reconstruir su memoria, se sumerge en la que había sido la casa de su infancia, por iniciativa de su esposa, y comienza a encontrarse con sus recuerdos, “viendo su propia vida como si acabara de inaugurarla” .
Sin quererlo, mi historia parecía estas historias, tan simple una, tan bellamente creada, la otra, pero en el medio atravesándolas, la necesidad de volver al punto de partida a mirar la propia vida.


Esa necesidad de inaugurar mi vida me había llevado a buscar mi nombre, casi temerosa de su significado. Allí donde había sido encontrado por mi mamá hacía tantos años, cuando mi vida era solo un sueño. Retrataba de una película argentino, de fines de la década del 50, llamada “El último Perro”. Yo sólo sabía que alguna vez me había manifestado lo fascinante que le había resultado el personaje de “La María Fabiana”. En este momento no tenía a mi mamá, para preguntarle por qué lo había soñado así, que parte de esa mujer la había atrapado tanto como para pensar en llamarme de esa manera. Tenía sí, un papá que poco recordaba el hecho y las circunstancias de la elección de mi nombre.
Allí estaba mi buscador señalando la película imposible de encontrar en algún lugar de la web, una breve reseña, los actores, el nombre, hasta llegar a abrir una ventana diminuta.
Así me encontré con “la María Fabiana” que había movido la fantasía de mi mamá, mi única pista más o menos tangible para comenzar a pensar.
Allí estaba ella, una mujer sensual, temperamental, que había tenido que endurecer su carácter para sobrevivir en el campo los ataques salvajes de los indios, viviendo de manera precaria y trabajando de incansablemente. Su dureza era penetrante y destilaba sin embargo una sensualidad inquebrantable que por momentos la volvía casi humana y hasta maternal. Sin duda sufrida, solitaria y guerrera, ¿así me habría soñado o así se imaginaba la vida mi mamá?. Ya no lo sabría, no iba a encontrar esa respuesta nunca más, pero sin dudarlo, había encontrado una mirada, allí cuando ella pensó en mí. Y desde allí debía comenzar a mirar yo también.
Siempre había sido” el patito feo” de la familia, la difícil, la rebelde, la de las preguntas inoportunas que había que callar, la de las reflexiones agudas, la solitaria, la que nadie llegaba a comprender. La misma a la que habían apodado “Aristo” a los cinco años, cuando todavía no sabía leer y ni siquiera podía intuir de quién estaban hablando.
Había ido construyendo mis corazas de afuera hacia adentro y desde muy temprano, dolorosamente tímida con los extraños, me resultaba imposible hablar de las cosas más sencillas. Ir al colegio se transformaba en una tortura cotidiana, prefería quedarme en casa en mi mundo de fantasía y solitaria, resguardada en las historias que leía o escribía. Mis corazas estaban allí para defenderme, de ese afuera peligroso, de la vida que transcurría detrás de las rejas de las ventanas de mi casa de la infancia, de un mundo que no podía conocer porque no me permitían hacerlo.
Ahora estaba yo, cuarenta años después, intentando desafiarlas para aprender a mostrar mis emociones, las que había aprendido a guardar pacientemente, para no volverme vulnerable y frágil.
Me había convencido a mi misma, de que era capaz de resistir las soledades más profundas y los dolores más intensos, pero no era así, me había descubierto frágil y necesitada y estaba aprendiendo a construir una fuerza diferente.
Poco a poco la enfermedad había ido perdiendo su poder y dejando espacio a mis historias para que pudieran hablar por sí mismas y no a través del síntoma que me había inventado, para finalmente encontrar mi lugar.
Casi de manera simultánea, y sin proponérmelo, estaba dejando ir a la mamá que yo había deseado tener ansiosamente y de la cual había esperado todo, para aceptar a la persona real que aparecía en mis recuerdos, la que no podía ser nada más que ella misma, con sus propios fantasmas y sus propias tristezas escondidas. Aquella a la que siempre había intentado agradar y complacer, con la que había peleado en silencio infinitas veces, a la que había reclamado un lugar que nunca había podido darme. Ahora estaba descubriendo “mi” lugar, el de esta Fabiana adulta que desde allí podía darle a quienes le rodeaban el suyo propio. Me estaba permitiendo ser yo misma, sin tener que mostrar mis superpoderes de mujer maravilla que todo lo puede, sin tener que ser grandiosa para ser querida.
Mi mama había empezado a mejorar de una manera notable, aún cuando no había una real explicación para que esto sucediera. Quizás eran los puentes que yo comenzaba a tender, quizás era la meditación que me ayudaba a detenerme y crear mi propio equilibrio, quizás era mi energía fluyendo incansablemente por primera vez.
Yo había comenzado a poner cada recuerdo junto a cada emoción y cada palabra junto a cada sentimiento, y mi mama no necesitaba seguir enferma para que yo empezara a mirar.

miércoles, 24 de junio de 2009

Amo la Vida - Parte XI

XI

Tenía la fecha para mi primera sesión de quimioterapia y las indicaciones de la oncóloga respecto de los cuidados que debía tener. La preparación comenzaba el día anterior con la medicación que debía tomar para evitar las náuseas y disminuir los efectos. Para no perder la costumbre, hice un cuadro que prolijamente coloqué en la puerta de la heladera, con los horarios de las diferentes pastillas y la dieta de la primer semana. Allí estaban también los síntomas de alarma que debían hacerme ir a la guardia sin dudarlo. Una y otra vez releía las instrucciones y la dieta, parecía sencillo, nada de verduras o frutas crudas por la neutropenia, nada de fiambre ni de cosas irritativas. A simple vista se parecía bastante a mi dieta cotidiana, muchas verduras, carnes, pollo, agua saborizada, no creía tener demasiado problema con llevarla a cabo. También estaba la recomendación de nuestra amiga Patricia, médica, que aconsejaba extender a quince días la limitación de cosas crudas, porque en realidad nadie sabe en que momento exacto comienzan a recuperarse los glóbulos blancos.
En ese entonces no sentí miedo ni preocupación, estaba tranquila y dispuesta a recibir la medicación que iba a curar mis células. Mi hija mayor, Mailén, me había preparado en el MP3 una carpeta con música para meditar, mientras yo trataba una y otra vez de entender cómo era el funcionamiento pero me resultaba imposible y me maldije no haber intentado aprenderlo antes. Tenía mi carpetón de cartas y dibujos, tenía mis mails, mis buenos deseos y mis energías bien juntos en un bolso de mano. Allí, pegados a una figura de cerámica chiquita, frágil, cargada de amor que me prestó Marce, que había hecho la mamá que ya no tenía. Allí estaba su recuerdo cargado de amor para acompañarme.
Cuando llegue al sector de la quimio que yo imaginaba como una sala de espera, me encontré con gente de lo más variada, mayoritariamente mujeres de distintas edades. El sector tenía sillones comodísimos y varios televisores, la gente conversaba amistosamente y parecía que muchos de ellos se habían encontrado varias veces en la misma situación. Todo transcurría en un clima de armonía y por momentos se asemejaba más a una peluquería que a las imágenes que mi conciencia había capturado de la televisión o del cine.
Me llamó la atención que las mujeres parecían más vitales y animadas y sin entrar a discurrir en cuestiones de género, me pregunté si se trataría de esta fuerza interior que nos lleva a sobreponernos a las situaciones más difíciles, casi imposibles de resolver, allí donde los machos proveedores se derrumban y aflojan su poder.
Sin lugar a dudas, se notaba que era mi primera vez, trataba de comprender todo lo que observaba con los ojos bien abiertos y lo que no resultaba un detalle menor, tenía mi cabellera larga enrulada, con reflejos, moviéndose sobre mis hombros casi como un desafío.
Roberto, atento y paciente como siempre, resultó ser el enfermero que después me iba a acompañar en las otras aplicaciones, se acercó y me dijo:
-“te voy a presentar a alguien. Estaba como vos y hoy es su última vez, ya termina”.
Entonces se alejó y llamó a una mujer de cabello cortito, sonriente y simpatiquísima, con la que estuvimos charlando un buen rato. Se la veía tan radiante y feliz y contagiaba una vitalidad tan impresionante que había logrado disipar las pocas dudas con las que yo había llegado. Hablamos de la pérdida del pelo, de los beneficios de no tener que depilarse por unos meses y de lo rápido que iba a crecerme después.
Hacía una semana habíamos buscado con Gus un lugar para comprar una peluca, quería estar preparada para el momento en que perdiera mi cabello. Si bien esto no me angustiaba, quería verme bien y seguir sintiéndome atractiva. Elegí un par de pelucas, una más larga que la otra, bastante similar a mi pelo natural, con rulos y flequillo. Me las había probado frente al espejo y no lograba reconocerme, mi pelo abultaba por debajo y no me permitía calzarlas con comodidad, pero igualmente estaba contenta.
Al mirar a mí alrededor no observaba “gente enferma”, veía sencillamente gente que había ido acomodándose a los cambios que produce la quimio, que estaba de buen ánimo y que hablaba de cosas positivas. Algunos un poco más, otros un poco menos, pero esa sala era un espacio de vida impresionante, donde todos compartían sus recursos y recetas con los demás, mientras se brindaban apoyo y sostenían una sonrisa.
Cuando escribo “gente enferma”, pienso en los montones de personas que he conocido a lo largo de mi vida que ante un simple resfriado parecen colgarse el cartel que dice “estoy mal”, se bajonean, maldicen su suerte, hablan de sus síntomas y de lo mal que se sienten, de manera continua. Es ahí donde yo creo firmemente en la elección de cada uno de nosotros, no ya sobre las circunstancias que nos toca atravesar, sino en las respuestas que damos a las mismas.
Mi primera quimio transcurrió tranquilamente durante cuatro horas, mientras Gus iba y venía a mí alrededor y subía y bajaba a tomar café al bar. No sentía nada especial en el cuerpo, la medicación pasa a través de varios sueros de manera bastante lenta, tiempo en el que uno puede charlar, descansar, mirar la tele, leer.
En esos momentos pensé que este tratamiento iba a requerir de mucha paciencia, por sobre todas las cosas, no había nada que pudiera yo hacer que no fuera estar allí sentada cómodamente .Sin embargo, mientras lo observaba a Gus moverse, hablando por celular, haciendo preguntas, conversando, cuidando que me sintiera relajada y tranquila, supe que estaba poniendo tanta energía y amor en esos momentos que se había olvidado por completo de su aversión a los hospitales, médicos y agujas. Allí estaba él, paciente de la manera que podía, dispuesto a transformar ese momento, y hablando de tantos otros en los que fuimos felices, increíblemente felices. El traer esos recuerdos traía al presente el placer compartido, las risas, la intimidad, las charlas cómplices, las anécdotas cotidianas, el café de cada mañana…
Así, como había sido el parto de Julián, estábamos ahora quince años después. En ese entonces, nos habían dejado solos en la sala de partos en penumbras, esperando una dilatación interminable, con música de Vangelis de fondo y charlando. Así esperamos que Julián asomara a este mundo, entre las mismas charlas íntimas que ahora me transportaban a través de tantos años. Íbamos y veníamos en el tiempo, como quien pasea por un álbum de fotos y se detiene para reírse un rato del peinado que usaba entonces. Así estábamos ahora, otra vez como al principio.
Los primeros días después de la aplicación estaba muy cansada, a medida que mis defensas iban bajando más y más. Me sentaba en el sillón del living y me dejaba mimar mientras recibía llamados, contestaba mensajes de texto, usaba la computadora y leía. El cuerpo se sentía como si hubiera recibido una terrible gripe de golpe, cada movimiento costaba, subir y bajar las escaleras se había transformado en una odisea, pero lo seguía intentando con mi mejor sonrisa.
Salía a caminar por la manzana de mi casa como quien emprende un safari, envuelta en una campera y bastante cansada para admitir que hubiera preferido quedarme en el sillón, pero tomaba estas caminatas como un desafío. Olga, la señora que trabaja en casa, se abrigaba y salíamos juntas a caminar por el Barrio Inglés, así, del brazo y conversando de las cosas más simples, paseábamos sin apuro.
En unos días iba a ser el cumpleaños de Marce y habíamos decidido juntarnos en casa con mis amigas del jardín, para compartir algo rico. La única condición era entonces la de no traer virus encima, como si eso fuera posible, tenía que mantener alejados los resfríos y catarros de casi todo el mundo, porque cualquiera de ellos podía transformar mi neutropenia en una visita al hospital.
Allí estaban ellas, atentas a todo, llamando incesantemente, preguntando como me sentía y mostrándose más cerca que nunca.
-“Date permiso para lo que necesites”, me decían entonces ellas. Infatigables, mandaban mensajes, respetaban mis tiempos, acompañaban mi espera y de alguna forma iban descubriendo lo que era una quimio a medida que yo también hacía mi propia experiencia. Me encontré una y mil veces explicando qué era una neutropenia a quien quisiera escuchando y relatando que el pico máximo era a los siete días de la aplicación. Allí mis glóbulos se encontraban en el punto más bajo, de allí en más comenzaban a recuperarse, hasta el próximo ciclo.
Tenía señales de alarma que debía tener en cuenta, la diarrea, los vómitos, la fiebre alta. Ninguno de estos síntomas había aparecido y a excepción del cansancio agobiante me sentía muy bien.
Sara, mi increíble suegra, la misma que merece un capítulo aparte por la fuerza que blandió en esos tiempos, me encontró un jueves incapaz de mantenerme despierta y de levantarme del sillón. Se trataba del día en el que las drogas alcanzaban su punto máximo, entonces levanté un poco de temperatura e hicimos lo que debíamos hacer, acercarnos al hospital. Allí comenzaron la batería de análisis, radiografías y estudios que concluyeron finalmente en lo que ya sabíamos: la temible neutropenia había llegado a mi cuerpo. Como explicarles a los médicos que me dolía un poco la garganta, que era solo eso, que también estaba resfriada sin saber como había logrado un virus atravesar las millones de veces que usé alcohol en mis manos, mis propios cubiertos y mi propia toalla.
Allí estábamos, siendo informados de que resultaba mejor mantenerme aislada en casa, en mi cuarto, tomando antibióticos, y sin estar en contacto con nadie, antes que dejarme internada en el hospital, por el riesgo de posibles infecciones.
Así volvimos a casa, provistos de barbijos y remedios, sin nada más que fiebre indicando algún tipo de infección que nadie sabe donde podía llegar a estar y debiendo encerrarme en mi cuarto.
Como explicarle entonces a todos los que me atendieron que ese fin de semana era el día de la madre, que me sentía asustada y que no quería estar aislada en mi cuarto, quería seguir en mi sillón, con Bono, mi perro, saltando entre mis piernas, tirando de mi frazada y con los mimos de mi familia.
Era eso o estar internada, así volvimos.
Usar el barbijo me pareció entonces la primer señal hacia el mundo de que estaba enferma, sentía que me miraban sabiendo que algo no estaba nada bien.
Esos días en casa fueron una primera prueba para todos, tenían que aprender a funcionar “entre ellos”, desde hacer las cosas más sencillas a organizarse para hacer las compras, preparar la comida, pasear al perro y mantener cierto orden.
Descubrieron cómo hacerlo, un poco se pelearon y otro tanto pusieron de sí cada uno para salir adelante. Al empezar a buscar sus propios recursos se fueron encontrando con cosas que no sabían que tenían construidas, cosas de las que eran capaces y quizás estaban tapadas por esta súper mamá que no dejaba tantos espacios libres.
Allí fueron apareciendo las graciosas y tiernas notas que me pasaban por debajo de la puerta.“Mami: estamos con la abuela en la cocina. Te quiero mucho. Cualquier cosa nos llamás. Beso grande. Mai”. Allí estaban ellos, gritando que estaban cerca aunque no pudiéramos abrazarnos y reírnos juntos, ni tomar mate y comer medialunas en la cocina.
Allí estaba Juli, acercándose a la puerta del dormitorio y haciéndome reír con sus locuras, tan increíblemente gracioso, tan humano, tan sensible, tan adorablemente adulto por momentos. Desde el marco la abría y la cerraba haciendo caras mientras gritaba que sus virus querían entrar a verme.
“Fabi! Estoy acá abajo, siempre lista. No me aflojes. ¡Vamos Fabi todavía! Te quiero mucho. Muchos besos, aunque más nos sea , de lejos .Sari”. Tierna y maternal como siempre, disponible con su afecto, así como es ella, como una madre.
Victoria me había regalado entonces una libreta chiquita, artesanal, traída con el olor de los bosques de Cariló entre sus páginas y directo a mi habitación. Allí había escrito:”Fabi: Te escuche decir que tenías ganas de escribir. Este cuadernito es para que te acompañe a todos lados y lo hagas. Para las cosas lindas y las cosas tristes, para gritarlas, llorarlas, decirlas bajito. Te quiero. Vic”.
También estaba Gus infatigable, subiendo y bajando las escaleras un millón de veces por día, con una bandeja, con un remedio, un vaso de agua, con un gesto tierno, o tan solo para hacerme compañía.
Estaba Olga que se acercó para ayudar en esos días sólo porque lo deseaba, arreglando mi cuarto y mi baño y organizando un poco la cocina.
Así pasamos mi primera neutropenia, yendo al hospital a controlar mis valores todos los días, resguardada con mi barbijo y saludando desde lejos a todos.
Había sido un día de la madre diferente y más que especial, no había sido comercial ni de compromiso, habíamos estado más juntos que nunca, y casi sin quererlo habíamos aprendido a escribir la palabra MAMÁ al mismo tiempo , mostrando orgullosos nuestros logros, esperando el alta médica para darnos el abrazo interminable que nos debíamos.

(continuará)

miércoles, 17 de junio de 2009

Amo la vida- Parte IX -X

IX

Las palabras de Norma seguían resonando en mi cabeza, preguntándome si realmente habían existido o sólo se trataba de mis pensamientos jugando a las escondidas.
La lectura del libro me estaba enseñando algunas cosas que no conocía y volvía sobre ellas cada vez con mayor asiduidad. Había encontrado en esas páginas explicaciones claras acerca de muchas de las interrelaciones entre stress y cáncer que yo suponía, y a partir de allí estaba comenzando a revisar los últimos tiempos de mi historia.
Me enteré entonces que muchas de las investigaciones estaban pasando por alto que uno de los factores en el desarrollo del cáncer era el rol de las defensas naturales del cuerpo, algo que a mí me parecía tan claro y sencillo de comprender.
Allí estaba escrito. Eran mis propias células, las mismas que debían mostrarse alertas cuando podía llegar a aparecer un simple resfrío o cuando me cortara un dedo, para defenderme de cualquier infección, eran las que en este caso se habían escondido y habían mirado para otro lado cuando otras, “las malignas” habían comenzado a amontonarse confusa y desordenadamente en mi mama.
Pero mi pregunta era ¿por qué les había permitido distraerse de su tarea? ¿Por qué en este momento yo había necesitado que miraran para otro lado? ¿Qué era en definitiva lo que yo no podía ver?
Las preguntas seguían surgiendo una tras otra y cada vez que una respuesta se insinuaba, se abrían millones de otras posibles por donde seguir buscando.
Intuía una relación, pero estaba decidida a ir un poco más allá de la superficie y a buscar mis propias respuestas.
Hasta ese entonces había asumido, como la mayoría de las personas, que el cáncer era un enemigo con el cual había que batallar de manera consecuente y sostenida durante un tratamiento que no admitía bajar los brazos. Pero ese enemigo parecía haber llegado repentinamente a mi cuerpo, desde algún lugar remoto, para instalarse y comenzar a destruir poco a poco mis tejidos.
Me había preguntado millones de veces ¿por qué a mí? Como si se tratara de un infortunado juego de azar que nunca había decidido jugar.
Sin embargo, había decidido amigarme con mis propias células enfermas, que en definitiva eran solo mías. Allí estaban ellas, entremezcladas, confusas y desordenadas, diciendo algo que yo no entendía aún, pero que estaba segura, era la única capaz de comprender.
El cáncer había dejado de ser mi enemigo y no iba a librar una batalla contra él donde existiera la posibilidad de que alguno de los dos saliera triunfante ¿qué sería ganar la batalla? ¿Quién gana realmente cuando alguien gana?
Al revés de lo que siempre había pensado, comencé a buscar la manera de conectarme con mi cuerpo desde otro lugar, no quería transformarlo en un cuerpo enfermo, paciente y depositario de mis males y angustias. Mi cuerpo había creado vida, había cobijado mil abrazos y sonrisas, regalado miradas, había podido acariciar y sentir placer, se tensaba si tenía miedo o estaba nerviosa. Este era mi cuerpo y tenía más vida en cada poro de la que yo jamás había podido soñar.
La idea de una larga batalla donde claramente podía llegar a perder, se había ido desdibujando y había comenzado a surgir la idea de un aprendizaje continuo. En definitiva, esa era la parte de mi vida cotidiana que yo más amaba, era mi pasión y mi maravilla.
De la misma manera en que presenciaba absorta como mis niños iban construyendo las nociones más básicas sobre cualquier tema, con esa simplicidad comencé a aprender sobre mí misma.
Había descubierto que caminar por las mañanas era una excelente oportunidad de encontrarme con mis propias ideas frente a frente, pero a la vez me llenaba de una energía desconocida.
Un submundo se asomaba detrás de las rutinas ajetreadas que todos nos creamos a diario para cumplir con nuestras obligaciones. Hasta entonces, no sabía que estaba allí, esperándome. Iba a contramano de las urgencias de todos y sentía un inmenso placer por ello. Podía detenerme en una plaza a observar, mirar el frente de un edificio y tomarme todo el tiempo del mundo, todo el tiempo que necesitaba, para mí.
Me encontré entonces con un placer casi olvidado, al sentarme en una mesa de café a leer, sin apuros, sin presiones, sólo placer por leer.
Ese placer pasó a ocupar muchos de los momentos del día, pero no sólo el placer por hacer aquellas cosas que nunca había hecho. No, eso no me interesaba. Eran mis propios placeres olvidados, ni más ni menos que los que habían empezado a aparecer pero siempre habían estado.
¿Por qué los había guardado en el baúl de las cosas en desuso? La respuesta era sencilla, por mis propias urgencias inventadas. ¿Cuántas veces nos cuesta encontrar el tiempo para algo, por muy sencillo que sea, nuestro propio tiempo? ¿Cuántas veces entregamos ratos de a poco y sin darnos cuenta?
Una mañana cualquiera, estaba sentada con el libro de Simonton en un café, leyendo un ejercicio que proponía pensar sobre algunas situaciones estresantes que podrían estar relacionadas con la aparición del cáncer. Pedí una lapicera al mozo y en una servilleta comencé a escribir las respuestas que iba encontrando.
En la mayoría de los enfermos se observaba una situación de pérdida muy significativa en los meses previos a la enfermedad. Inevitablemente la muerte de mi mamá estaba flotando en mi servilleta, yendo y viniendo entre otras palabras. No ella, no su muerte, sino lo que yo había perdido de mi misma al perderla.
Pensaba en otros que habían estado enfermos, todos y cada uno de ellos habían perdido a alguien importante. Todos parecían haber sucumbido ante la ausencia, todos parecían haberse rendido a una suerte de desesperanza donde la vida había empezado a perder su valor y eso había permitido que nuestro sistema inmunológico se debilitara al punto de permitir a estas células desarrollarse.
A partir del diagnóstico de mi enfermedad había logrado asumir gran parte del problema viéndolo desde una nueva perspectiva y me estaba permitiendo actuar como nunca lo había hecho.
Entre mis nuevos descubrimientos estaba la denominada “terapia de centros de energía”, que se había metido en mi vida como casi todo en este último tiempo, de casualidad.
Hacía bastante tiempo mi amiga Marce me había comentado acerca de una persona maravillosa que hacía masajes en un clima muy especial, casi místico. Yo había tomado prolijamente la tarjeta y la había guardado en mi billetera, esperando el momento en que decidiera utilizarla. Recién al escribirlo, logro darme cuenta que hubo una serie interminable de situaciones que aparecieron en mi camino que quedaron archivadas como la tarjeta que me entregó Marce. Allí estaban mis necesidades, -“te va a hacer sentir muy bien”, me dijo ella , que podía leer mejor que nadie mis dolores internos. Pero allí estaban mis gestos cotidianos, el dejar pasar las señales, el archivar, el guardar, el levantar corazas, el tapar una y mil veces más que algo no estaba funcionando.
En ese entonces no recordé la tarjeta hasta que mi amiga me comentó que Cora, así se llamaba, daba clases en un lugar muy especial, algo así como “una especie de yoga”. Me pareció una buena idea investigar de qué se trataba ya que necesitaba hacer algo con mi cuerpo, algo que no sabía bien que era, pero que me permitiera sentirme mejor. En ese entonces escribí un mail pidiendo información a la escuela y me encontré con una cálida respuesta que me ofrecía probar las clases, casi como quien siente que hay algo que no puede explicarse con palabras, que hace falta sentirlo en el cuerpo.
Me acerqué a la clase de Cora , era lunes a la mañana y estaba dispuesta a descubrir de que se trataban los Centros de Energía.
Cuando llegué a la clase me encontré con un grupo de gente increíble, el afecto sincero circulaba en el ambiente, había abrazos en cada saludo e inmediatamente me sentí cómoda. Me llamaron la atención las paredes con barras de madera, la luz colándose por todos lados y la energía que circulaba por doquier.
Me descalcé y me ubiqué en una de las barras, esperando una serie de ejercicios que me hicieran sentir mejor, pero lo que sucedió fue otra cosa. Cora comenzó a hablar con su voz dulce y a explicar el centro energético que íbamos a trabajar, mientras colocaba un CD. La música me sonó maravillosa, parecían tambores africanos y enseguida todos comenzamos a mover los pies como lo estaba haciendo ella. Yo estaba tratando de copiar cada movimiento mientras observaba que cada uno de los que allí estaban no hacían lo mismo. Los movimientos eran similares, pero cada uno seguía su ritmo, su propio tiempo. No lograba terminar de comprender como hacerlo, me costaba seguir a Cora y estaba empeñada en transformarlo en una clase de ballet, rigurosa, disciplinada, con las puntas de los pies tensas y estiradas. –“No, así no” me dijo Cora suavemente y de una manera natural, - “sentí la música…”. Los pies empezaron a moverse solos, a golpear el piso casi con bronca, los brazos subían y bajaban, por momentos nos soltábamos de la barra y nos movíamos en el centro, todos juntos. En ese instante me acordé que me gustaba bailar, “esto es lo que yo siempre quise hacer”, me dije a mi misma. Me estaba sintiendo bien, realmente bien, y cada vez tenía más y más energía dentro mío. Sentía el calor y el placer en cada movimiento, pero también comencé a sentir las lágrimas que brotaban lentamente, como aflojándose de a poco. De pronto había comprendido por qué esto no podía explicarse, por qué había que vivirlo, me estaba entregando a mis emociones por primera vez y me dejaba llevar por ellas por todo el salón.
Me acordé de Isadora Duncan, de lo que sabía de ella y de su placer por bailar, de las aburridas clases de ballet clásico, del esfuerzo por lograr las posiciones, de las ampollas en los dedos del pié por las zapatillas de punta y me sentí diferente.
Después vino el momento de relajarnos y meditar, estaba en la colchoneta, exhausta y preguntándome que me había pasado, pero absolutamente feliz. Había decidido en ese instante, que iba a incorporar la terapia de centros de energía a mi vida, no sabía como ni cuando, estaba por comenzar la quimioterapia, mi gran monstruo imaginario, y no sabía si era posible.
Salí de la clase y caminé un par de cuadras, me encontré en la Plaza Serrano, y adopté para siempre ese lugar, para continuar mi placer cotidiano de café y libros.
No entendí entonces cómo funcionaba esta terapia, pero me había hecho bien y lo estaba disfrutando. No necesitaba una segunda clase de prueba, pero me lo habían propuesto para conocer a otros profesores y encontrar aquél con quien me sintiera más cómoda. Sin embargo concurrí a la segunda clase, esta vez con Sofía, una maravillosa mujer de ochenta años y una belleza increíble. Cuando entré al salón y la vi, me quedé fascinada, sus ojos claros, su voz tranquila y un clima de paz que circulaba en el aire. Nos sentamos en el suelo, éramos dos alumnos y ella, comenzamos a hablar y a conocernos, me escuché hablando de mis necesidades y mis tiempos internos, ella comenzó a explicar de qué se trataba lo que íbamos a hacer. Le hablé del libro de Simonton y de cómo me estaba ayudando a comprender el proceso de mi enfermedad, ella lo conocía y me explicó que había algunas cosas que habían evolucionado desde el momento en que había aparecido ese libro. Sofía era psicóloga y había trabajado con muchos pacientes enfermos de cáncer, y así de casualidad, como si siempre hubiera estado ahí, esperando mostrarme el camino, comenzó a explicarme muchas cosas que yo no conocía.


X

El tratamiento con quimioterapia aún no había comenzado, pero mágicamente la mama había comenzado a volver a la normalidad, se había desinflamado bastante y ya no sentía prácticamente dolor. En estas semanas habían aparecido en mi vida las mágicas clases de ese yoga tan vital y expresivo, que me había devuelto la energía que yo había perdido hacía mucho tiempo. En esos días había logrado comprender bastante el proceso de mi enfermedad y con la ayuda del libro estaba aprendiendo algunas cosas más que importantes. Casi sin darme cuenta me encuentro con una lectura que plantea cambiar algunas ideas o creencias sobre el cáncer y me asombro al descubrir que había llegado a hacerlo, casi sin proponérmelo, como si fuera parte de un proceso natural. En este ir y venir buscando y aprendiendo, escuchando mis necesidades y respetando mis tiempos, había logrado transformar mi cáncer fatal inicial en una enfermedad que puede no serlo y con la que tenía que aprender a vivir. Había descubierto que no se trataba de algo que venía de afuera como un monstruo, casi como un castigo, que me había elegido a mí entre otras mujeres. Había entendido que eran mis defensas las que habían aflojado su tarea y que era mi mundo interno convulsionado, el que había enfermado. Lo que era más importante, era la idea que había logrado desterrar de mi cabeza poco a poco. Ya no sentía que la quimioterapia era un veneno que iba a entrar por mis venas a destruir mis células y mi cuerpo, hasta transformarme en otra persona. La había comenzado a considerar una aliada, me iba a ayudar a curarme y estaba decidida a no rechazarla.
En toda esta etapa comencé a sentir que era posible revertir el proceso que me había llevado a enfermarme y eso comenzó a darme cada vez mayor seguridad.
Así fue como descubrí lo fundamental que me resultaba la terapia psicológica para escucharme hablar de cosas que habían estado muy escondidas durantes años y a las que por primera vez me disponía a nombrar.
La profesional que me había atendido inicialmente me había planteado una agenda ocupada y la posibilidad de esperar a que surgiera un turno, pero tenía pocas posibilidades de hacerlo, o en caso contrario derivarme a una profesional del equipo. Elegí esta segunda posibilidad y comencé a atenderme de inmediato, una vez por semana, con una psicóloga que no conocía. Inmediatamente sentí que me ofrecía un espacio contenedor, cálido y respetuoso, mi verborragia comenzó a fluir y casi como una catarata fluyeron con ella mis miedos y mis angustias. Luego la fui descubriendo a través de sus intervenciones inteligentes y oportunísimas y poco a poco comencé a entregarme. El cáncer iba y venía en mi discurso, a veces cargado de dolor, otras de miedo, en otras tapando algo, hasta que terminó casi desapareciendo y dejando lugar a lo que estaba por debajo de él.
Allí estaba yo, frente a frente con la enfermedad que amenazaba mi vida y sin embargo sintiéndome con una fuerza interna como nunca había conocido.
El decir “no” estaba apareciendo de a poco, ¿cómo podía ser tan difícil poner límites? Allí estaban las cosas que no tenía ganas de hacer y a las que me obligaba, pero ¿y mis propios límites emocionales, mentales, corporales? Los había traspasado y aniquilado durante años y ahora debía reconstruirlos de a poco. Tenía un gran cúmulo de dolor, resentimiento y frustración que nunca había logrado expresar, pero también comenzaba a decir “si” abiertamente, al llorar y pedir ayuda, al buscar a quienes me querían para sentirme contenida, al reconocer mi dolor y no ocultarlo, al decidir que quería vivir más que nada.
El libro proponía realizar una serie de relajaciones y visualizaciones varias veces por día, tratando de integrarlas a las rutinas diarias. En estos momentos buscaba un lugar tranquilo donde pudiera estar sola durante un buen rato sin interrupciones y me sentaba “a meditar”. En casa nadie comprendía realmente cuál era el proceso ni por qué era tan importante, no siempre lograba disponer de estos momentos para disfrutarlos sin interrupciones, pero esto también fue un aprendizaje para todos.
Entonces tuve que “darme” un tiempo y un espacio, para luego pedir a los demás que lo respeten, aún sin comprenderlo. Recorría la casa de dos plantas y me sentaba en uno u otro ambiente, no era sencillo, en uno se escuchaba la tele de la pieza de al lado, en otro la música, las puertas que se abrían y se cerraban a los golpes, el celular de cada uno de mis hijos sonando justo en el momento en que “yo estoy meditando”, el handy de Gus que había quedado en casa, y la lista seguía interminablemente.
Primero encontré el lugar, el cuarto de Victoria. Allí tenía un sillón giratorio de ratán que habíamos comprado cuando nos casamos, que había sido la delicia de todos cuando estaba en el living, porque parecía que acunaba a quien se sentaba en él. Ese cuarto tenía una ventana que daba al jardín y podía escuchar claramente los pájaros, tenía almohadones mullidos y coloridos y por sobre todo, estaba cargado de una energía única. El solo hecho de entrar allí era especial, era el espacio donde Victoria creaba, dibujaba y hacía sus artesanías, pacientemente durante horas. Era esa misma paciencia y esa energía creativa la que yo estaba buscando. Por otro lado, era el único espacio de la casa donde nadie iba a entrar si Victoria no estaba, y fue allí donde decidí instalarme algunos ratos en el día.
Después descubrí que necesitaba una manera de que “todos” supieran que no debían molestarme, e inventamos una señal, mis zapatos en la puerta de la habitación significaba indefectiblemente que nadie debía entrar, se podían ver desde la escalera que iba al piso superior y si uno la iba subiendo podía darse cuenta de inmediato que necesitaba hacer silencio.
Estoy segura que en ese entonces nadie entendía por qué estaba haciendo lo que hacía, simplemente me dejaban hacer. Yo estaba intentando crear un espacio para mí y un límite para los demás, casi delimitando mi propia necesidad y diciendo claramente cuales eran mis prioridades.
Las primeras veces me frustraba mucho porque sentía que no recordaba los pasos que debía seguir para relajar cada una de las partes del cuerpo, seguía siendo la mejor alumna queriendo repetir la lección frente al profesor de manera perfecta. A veces me llevaba quince minutos y otras estaba absolutamente absorta durante una hora. En ocasiones no lograba relajarme, mis pensamientos iban y venían cruzando mi cabeza de manera interminable y no lograba ninguna visualización. En otras me entregaba a una suerte de placidez que me fascinaba.
El proceso era sencillo, debía ir relajando cada una de las partes del cuerpo, siguiendo un cierto orden para no olvidar ninguna, primero contrayendo esa parte para luego relajarla. Finalmente debía contraer todo el cuerpo de manera simultánea para luego relajarlo por completo. Entonces debía imaginar un lugar, con sus texturas y colores y trasportarme allí. A veces me quedaba un buen rato imaginándolo, siempre empezaba siendo la playa de Pipas, en el norte de Brasil, a la cual habíamos ido de luna de miel. Ese era mi paraíso soñado, mi fuente de placer inagotable.
Me gustaba imaginar la textura de la arena entre mis dedos, sentir el calor en la planta de los pies, el sol en la cara y la infinitud del mar transparente, casi como un desafío.
En ese entorno tenía que imaginar a mi cáncer, darle una forma y un tamaño, para luego imaginar a mi ejército de leucocitos rodeándolo y destruyéndolo por completo, para luego visualizarme completamente libre de enfermedad.
Al principio el cáncer en mi mama había estado representado como una montaña sobre la arena de mi paraíso, que se asemejaba a las huevas de pescado, con un aspecto gelatinoso, grisáceo. Yo me acercaba a mi cáncer y lo rodeaba caminando a su alrededor, me llegaba aproximadamente hasta las rodillas, tratando de abarcarlo. Luego imaginaba a mi ejército de leucocitos en esa misma playa, aparecían desde todos lados, eran millones de seres diminutos vestidos de blanco, como los espermatozoides de la película de Woody Allen, que se acercaban todos juntos sobre mi cáncer y lo devoraban. No podía imaginar una batalla, ni armas ni un ejército verdadero como hacían otros en el libro. Esta era mi forma inicial de visualizar la destrucción del tumor. Luego debía plantearme las metas que deseaba lograr, pero no imposibles ni abstractos sino cosas concretas que podía ir alcanzando en tres, seis o nueve meses e imaginarme a mí misma en la situación de lograrlas.
Esta era la parte que adoraba de la relajación, después de sentirme victoriosa porque había destruido mi tumor, comenzaba a imaginarme logrando las cosas que deseaba. Me había planteado metas concretas, cercanas, posibles. Me imaginaba entonces haciendo una clase de yoga y disfrutándola, bailando en la playa con música de tambores, almorzando con mi hija y charlando, saliendo con mis amigas a comer, paseando con Gus de la mano. Eran metas chiquitas, estaban ahí, me daban placer y las podía lograr en poco tiempo. Después comenzaba a imaginarme a más largo plazo, recorriendo París, frente a la torre Eiffel y tomando plácidamente un café en el “Café de Flore”. Me imaginaba en la sala del jardín, contando un cuento a mis alumnos y pintando enchastrados en el piso. Imaginaba la casa que estábamos construyendo, la recorría y buscaba los muebles para cada rincón. Y así, con distintas cosas.
Cada visualización era más fuerte y más clara, el proceso de la batalla contra el cáncer era también cada vez más definido. A veces cambiaban las formas de los leucocitos, otras llegaban desde arriba de un médano, todos juntos. Pero siempre triunfaban en su propósito y terminábamos en esa playa celebrando, bailando alrededor del pozo de arena que habían dejado , y allí aparecían los rostros de quienes me querían.
Las metas que imaginaba me ayudaban a pensarme a mí con proyección hacia el futuro, me veía bien, saludable y feliz, rodeada de afectos y haciendo las cosas que más me gustaban. Cada vez podía extenderlas hacia más adelante y eso me llenaba de placer. Pero no se trataba sólo de visualizaciones positivas, debía ponerme en marcha para alcanzarlas y eso me llenaba de energía.
Estas visualizaciones fueron cambiando con el tiempo, sin que concientemente me lo propusiera. La montaña de huevas que representaba el tumor en mi mama se iba haciendo cada vez más diminuta y más fácil era entonces devorarla, para mis imaginarios leucocitos. Luego comencé a imaginar la quimio que recibiría, como si fuera una sustancia viscosa amarillenta o naranja que la cubría y la paralizaba, para que mis defensas pudieran actuar.
Las metas y los objetivos iban cambiando también, a medida que los iba alcanzando, entonces surgían otros diferentes e implicando un desafío mayor .Entonces las fuerzas se renovaban.
A medida que pasaba el tiempo, estos ejercicios de relajación y visualización eran más sencillos y lograba relajarme más profundamente, pero lo que era más importante comenzaron a ser mi estrategia para no dejarme invadir por la tensión, el miedo o la angustia. Cuando debía enfrentar una situación que anticipaba podía ser difícil, me preparaba con esta meditación para enfrentarla. Así llegué a la resonancia magnética y a la tomografía conociendo como podía relajarme y dejar de oír los zumbidos y ruidos que hacía la máquina, para transportarme a mi lugar de paz.
Pero no solamente había aprendido a controlar mi respiración y a relajar mi cuerpo, sino que también había logrado algo que hasta entonces me parecía imposible. Sin haber comenzado aún la quimioterapia, la mama había comenzado a desinflamarse, los cambios eran notorios, el dolor había casi desaparecido y realmente me sentía con muchísimas más fuerzas y energía que hacía tan solo unas semanas cuando me habían dado el diagnóstico.
Estaba aprendiendo a descargar la mochila de la que Norma me había hablado, sacando las cargas como si fueran piedras pesadas y alejando el resentimiento y el dolor de mi vida. Pero por sobre todo, estaba entendiendo cuán responsable era yo misma de mi propia enfermedad, no ya los otros que me rodeaban y a los que había culpado en muchas ocasiones.
Estaba descubriendo que podía alejar el resentimiento y el dolor que me producían las ausencias de siempre, las palabras que no habían estado cuando debían estar y los límites de quienes no podían ser otra cosa que ellos mismos, con sus propios déficits y sus propias historias de dolor e insatisfacción. Estaba empezando a perdonar antes que a culpar y a comunicarme en vez de callar.

Amo la Vida- Parte VI-VII-VIII

VI

Todo parecía entonces muy extraño, por momentos tenía una vaga sensación de estar en un sueño, mientras seguía preguntándome una y otra vez ¿por qué a mí? No podía dejar de pensar ¿qué habré echo mal?, porque seguramente “algo” se me había pasado por alto, justamente a mí que era organizada y prolija…
Estas dos preguntas rondaban mi mente, hasta que pude empezar a pensar, pero muy de a poco ¿por qué no a mí? ¿ en qué me diferencio del resto de las mujeres que atraviesan por esto? La respuesta era simple y sencilla, en nada, no me diferenciaba en absolutamente nada. Yo era una mujer más de cuarenta años, sin antecedentes familiares de cáncer, con una vida organizada y tranquila, que no fumaba ni cometía excesos. Es decir era una mujer como tantas, como los millones que existen en el mundo, que revisan sus pechos ansiosamente una vez al mes buscando algún bulto extraño y que concurren a realizarse sus controles ginecológicos dos veces al año, prolija y rigurosamente.
Pero no era solamente un cuerpo que debía controlarse, era además una persona que tenía un sinnúmero de emociones apretadas, unas contra otras, contenidas y dolorosamente olvidadas. Era una mujer que había perdido a su mamá hacía unos meses, de una manera absurda e inesperada, como son todas las pérdidas. Pero también era una mujer que no había podido llorar, enojarse ni pelearse con una mamá que ya no estaba y con la que llevaba varios meses sin hablarse.
La relación nunca había sido buena, más bien todo lo contrario, muchos fueron los roces y los encontronazos, las miradas que jamás estuvieron donde debían estar y las palabras que habían desaparecido entre las dos hacía bastantes años, sin querer intentar un diálogo verdadero. Mucha ausencia y mucho dolor, muy juntos, muy entremezclados y sin destino.
Quizás entonces comencé a darme cuenta lo enojada que estaba conmigo misma por no haber hecho algo antes, cuando todavía tenía tiempo, algo que pudiera haberme dejado afuera del cáncer .Pero ¿de qué se trata hacer algo?
Luego de perder a mi mamá, había comenzado con molestias en la mama, tanta similitud y tanta paradoja entre ambas palabras.
Hacía cinco años había atravesado un cáncer diminuto, chiquito, ahora insignificante, en la misma mama, tratado a tiempo y resuelto favorablemente.
En ese entonces también habían aparecido cuestiones del orden de la maternidad que me resultaron muy conflictivas. Por esos tiempos, había perdido un embarazo, que iba a ser reparador, casi ideal.
Ya no era una madre soltera de veinte años, que se puso a prueba e intentaba demostrar al mundo como se podía hacer frente a la soledad y criar una hija, trabajando, viviendo sola y terminando una carrera universitaria. Tampoco era una madre recientemente casada, construyendo una familia ensamblada, con dos niñitas pequeñas, una propia y otra de su compañero, con un bebé fruto de la pasión y del amor más auténtico, corriendo entre los pañales y los cuadernos, mientras inventaba algo para la cena y se preparaba para una noche de amor.
En ese momento estaba tranquila, los hijos grandes y cada uno con sus ocupaciones, dos cargos de maestra y mucha más tranquilidad económica. Era “mi” momento para volver a ser madre.
Esa otra pérdida fue también dolorosa, quizás mucho más de lo que realmente deseaba admitir entonces. Luego fue encontrarme como madre de una manera frustrante, estaba mal, enojada y la adolescencia de mi hija, no era lo que siempre había soñado. Me encontré con lo peor de mí, con las respuestas equivocadas a flor de labios y siendo incapaz de sobrellevar lo que me estaba pasando.
Ahora también había aparecido la maternidad mezclada con mi enojo, pero esta vez era con mi rol de hija, dolorosamente difícil. Mi mamá no estaba y mi mama se había comenzado a enfermar.
Había acudido al médico, había realizado los estudios y nada indicaba que algo estaba mal. Sin embargo, las molestias siguieron, iban y venían, pasaban por todo mi cuerpo como quien busca donde alojarse. Primero tuve una disfonía de dos meses que me complicó trabajar de maestra jardinera y aún así lo seguí haciendo, forzando mi voz y sacando fuerzas de donde no tenía.
Esa voz que pareciera se negaba a salir, que estaba también apretada a todas las emociones confusamente olvidadas. En ese entonces también consulté a un especialista, pero no encontraba razón ninguna anomalía que me hubiera deteriorado la voz. La respuesta fue sencilla, “la estoy usando mal”, “debo reeducarla”, bueno eso vendría más tarde, yo en ese entonces no tenía ganas de dedicarme a mi voz.
Luego fueron las otitis, una detrás de la otra, los antibióticos y otra vez los controles, ahora era la voz de los demás la que costaba oír con claridad y un dolor punzante en el oído.
Casi sin darme cuenta iba pasando de un tema a otro, sintiendo malestar en el trabajo, y no pudiendo dormir bien. Hace años que trabajaba como maestra jardinera y estaba muy acostumbrada a los pequeños demandando atención a mi alrededor para ser los primeros con la seño. Siempre había sacado fuerzas de donde no tenía para responder preguntas, sostener cuadernos, atar cordones, ayudar, escuchar, jugar, crear estrategias para resolver cualquier cosa e inventar cuentos de brujas los días de lluvia, todo mediando una sonrisa. Este año no, era diferente, yo era diferente, no encontraba las fuerzas ni las ganas, los días eran interminablemente aburridos y todo era pesado y muy trabajoso. Primero fue darme cuenta que no podía con mis dos cargos, volvía a casa exhausta y con la cabeza estallando con un martilleo constante, luego fue explicarme a mí misma que necesitaba tiempo para hacer otras cosas, quería hacer terapia, quería hacer gimnasia, quería volver a estudiar francés. Entonces decidí renunciar al cargo de la mañana, pero los tiempos para mí no aparecieron porque no supe como buscarlos, hizo falta que el cáncer apareciera para sacudirme y encontrarme conmigo misma por primera vez.


VII

“Todo el mundo participa en su propia salud o enfermedad en todo momento” . La primer frase que leo del libro de Simonton me llamó la atención, siempre había creído que de una u otra forma uno podía llevar una vida más o menos saludable, pero que finalmente “el cuerpo” a veces podía jugarnos una mala pasada sin demasiada explicación ni razón. Luego de haber estudiado una carrera universitaria como psicopedagogía y de haber leído numerosos textos que explicaban las interrelaciones entre las emociones y las enfermedades, me encontraba frente a una frase que me sacudía sobremanera. En este caso era “yo” y eran mis propias emociones y conflictos sin resolver, los que habían recorrido mi cuerpo hasta encontrar un lugar donde alojarse. Pero la pregunta seguía siendo ¿por qué no pude hallar otra manera? ¿por qué había llevado mi vida al límite de perderla para poder “ver y oír” lo que mi cuerpo ya sabía?.
Estaba dando el primer paso, estaba enfrentando mis fantasmas, pero el cuerpo estaba allí transformándose a través de este cáncer, y tenía mucho miedo de no poder hacerlo a tiempo.
Con mi clásica ansiedad comencé a leer el libro, como quien lee una receta de cocina, pero no podía pasar de la primera página. Una y otra vez tenía que volver a releer los párrafos, reflexionar y detenerme a pensar. Cada palabra movía un sinnúmero de pensamientos y disparaba una serie de asociaciones que iban y venían a través de mi vida.
Como había dicho la terapeuta, los médicos iban a trabajar con aquello que estaba por encima de la línea imaginaria, pero nadie más que yo podía comenzar a buscar más allá de la superficie y comenzar a unir las piezas de este rompecabezas. Sabía sinceramente que deseaba vivir y que tenía muchos motivos para hacerlo. Había pedido inmediatamente ayuda y estaba dispuesta a ponerme en marcha para “participar” en el proceso de recuperar mi salud. Había encontrado una red gigante de contención a mi alrededor, de gente dispuesta a acompañarme en cada paso y contaba con una prepaga que mostraba disponibilidad para realizar los estudios y tratamientos que fueran necesarios, con rapidez.
Hacia unos años había visto a Daniel, nuestro entrañable amigo y compañero de vida, recuperarse de una manera asombrosa de una enfermedad llamada esclerosis múltiple. Dani, un médico excelente, había tenido un brote repentino de la enfermedad que había limitado muchas de sus capacidades, tenía dificultades sensoriales y motoras muy serias. Luego de un período de internación en el que no reconocía ni a sus afectos más cercanos, comenzó poco a poco a recuperarse. De una manera casi mágica comenzó a caminar con ayuda de un andador y poco a poco, con mucho esfuerzo y mucho tesón, empezó a recuperar sus funciones. En ese entonces le habían regalado un hermoso sillón de cuero para que estuviera cómodo, de esos que se reclinan y tienen soporte para los pies, de manera que uno pueda pasarse horas relajado y distendido viendo pasar al mundo delante de sus ojos. Patricia su mujer le dijo entonces que esperaba no verlo nunca sentado en ese sillón. Al decir esto, le estaba diciendo desde su increíble amor que había dos caminos. Uno, era decidir que su vida iba a ser a partir de ese momento, la vida de los otros, la que él iba a ver pasar y transcurrir como si no le perteneciera. Pero había otra posibilidad real, concreta, la de empezar a construir otra actitud frente a la enfermedad, la más dura sin dudas, la que iba a ponerlo a prueba a cada minuto de cada día, la que lo iba a hacer llorar, gritar y frustrarse cuando todo parecía imposible, la que no tenía descansos ni días libres, pero la que lo iba a salvar. Daniel comenzó a dar cada uno de los pasos, a ser consecuente con sus tratamientos, a dedicar su esfuerzo diario a recuperarse. Un día dejó su andador y los pasos fueron cada vez más gigantescos. Pasó el tiempo y no sólo se casó con Patricia, y criaron juntos al hijo que habían tenido, sino que viajaron, volvió a trabajar y su vida fue recuperando las cosas perdidas poco a poco y conquistando otras maravillosamente nuevas.
La actitud había estado en él desde el principio, pero también había estado el amor de su compañera y la fuerza interna que ambos pusieron para salir adelante y no dejarse vencer. Dani y su sillón se habían transformado en mi ejemplo y ese era mi punto de partida para sostener una actitud que me permitiera participar activamente en la recuperación de mi salud.
A partir del diagnóstico me había transformado en “una paciente con cáncer”, una especie en estudio y tratamiento, casi con compartimientos estancos que había que estudiar y revisar para evaluar alcances y posibilidades. Pero yo era algo más que “una mama con cáncer”, era una mujer que estaba casada con un ser increíble y maravilloso, a la que le gustaba arreglarse y vestirse bien, coqueta y seductora, con una carrera que amaba y que la llenaba de placer, con dos hijos propios y una hija que la vida le acercó, con los cuales tenía encuentros y desencuentros, pero que le hacían brotar el amor incondicional más sincero del mundo. Era un ser que había encontrado una familia que no le era propia, pero que estaba tan presente a cada instante que se había convertido en la suya para siempre. También era una persona que había logrado encontrar a su alrededor seres bellos y llenos de luz que se brindaron abiertamente.
Tenía razones de sobra para no bajar los brazos frente a esta enfermedad, no deseaba perder nada de todo esto que había encontrado en la vida con mucho esfuerzo.
Por razones muy profundas, en los últimos meses, yo me había rendido y me había sumergido en una suerte de enojo y desesperanza que habían logrado aniquilar mis defensas naturales y me había enfermado.
Decidí entonces que yo iba a poder, sabía que no sería sencillo, pero estaba dispuesta a intentarlo.

VIII

No había transcurrido demasiado tiempo desde el diagnóstico, me había realizado unos cuantos estudios para saber si el cáncer podía llegar a encontrarse en otra parte de mi cuerpo y eso se había transformado en una suerte de ansiedad constante y dolorosa. La instancia de esperar cada resultado se transformaba en agobiante y luego tenía que concurrir con todos ellos a la primera cita con la oncóloga. Hasta el nombre me parecía espantoso, ¿Qué hacía yo yendo a una oncóloga? ¿Por qué jugarreta del destino había llegado a saber sobre la importancia de un centellograma óseo?
En ese ir y venir de un sector a otro del Hospital, fui encontrado y creo que por la única razón, de que yo estaba dispuesta a hacerlo y con las emociones a flor de piel, con personas sensibles que fueron pacientes y explicaron una y mil veces cada una de las cosas que yo preguntaba. Desde la técnica radióloga que me extendió un papelito con su teléfono cuando explotaron mis lágrimas y me contuvo diciéndome que ella había pasado por lo mismo, hasta el profesional que hacía el centellograma que fue explicando paso a paso cada una de las cosas que iba a hacer, diciendo que él no podía adelantarme ningún resultado pero que parecía estar todo normal. ¿Qué era normal? ¿Normal para quién?, me preguntaba entonces.
Los resultados de los estudios fueron apareciendo poco a poco, hasta que un viernes fuimos a retirar el último de ellos. Cuando lo leímos y supimos que todo estaba bellamente limitado a la mama, definitivamente nos fuimos a festejar, como quien celebra un cumpleaños. Avisamos a todos los que pudimos la noticia con un mensajito sencillo que terminaba “nos vamos a festejar con Gus”. Quedó claro para quienes lo leyeron que necesitábamos un festejo íntimo, personal, que teníamos que encontrarnos a solas para alegrarnos y llorar, para abrazarnos y llenarnos de todo el placer que pudiéramos mientras nos repetíamos una y mil veces que todo saldría bien.
Con mi bagaje de informes , imágenes y preguntas fui a mi primera cita con la especialista, tenía una vaga idea de cómo sería el tratamiento, iba a tener que aplicarme quimioterapia de inmediato, para detener el avance del cáncer y luego , cuando se pudiera, realizar una mastectomía, para retomar más tarde nuevamente con la quimio.
En ese entonces no me preocupaba demasiado la operación, me angustiaba sí, comenzar con el tratamiento cuanto antes. Estaba ansiosa y tenía muchas dudas sobre la quimioterapia, cientos de imágenes de películas venían a mi mente casi a diario, había visto enamorarse a Julia Roberts de un enfermo de cáncer siendo ella la enfermera y había visto sufrir a Susan Sarandon en “Quédate a mi lado”. La quimioterapia me parecía un monstruo terrible que podía llegar a destruir a la persona y a quienes la rodeaban, no tenía demasiada información de cómo actuaba o los efectos secundarios, pero me asustaba lo suficiente como para descargar una batería de preguntas sobre los siguientes pasos a dar.
Ese primer encuentro con la oncóloga no fue como la había imaginado, se mostraba fría y distante, miraba los estudios como quien analiza con detenimiento un objeto de estudio. Quería gritarle que ahí estaba yo, esperando con mis preguntas y mis dudas, que tenía miedo, que no sabía como iba a ser, que necesitaba que me contuviera y me dijera que todo iba a estar bien.
Sin embargo, ella siguió manteniéndose protegida y a resguardo de mi cáncer y mi angustia, dando indicaciones y detallando cada uno de los pasos a seguir. Fue clara, fue concreta, pero habló de enfermedad y no de cáncer, no evitó decir nada, fue dololorosamente realista en cada una de sus palabras, tal vez demasiado para ese momento.
A medida que transcurría el tiempo, comencé a darme cuenta que en todo este proceso cada uno de quienes me atendían hacían su parte, miraban aquello que tenían que mirar y con detenimiento analizaban aquello que resultaba más conveniente.
Pero había en ese mirar algo que a todos se les escapaba, se trataba de mi persona, de la mujer que se asomaba más allá del cáncer, de la mama enferma, de los estudios y de los tratamientos.
Detrás de todo eso estaba yo tratando de ir más allá, de aprender, de salir adelante lo más entera posible. La medicina ponía toda su disponibilidad para atenderme pero se estaban olvidando de mis propios recursos ¿es que yo no podía hacer nada que pudiera tener algún significado?
Me resultaba difícil ceder ese espacio y entregarme en manos de la ciencia todopoderosa, sentía que había otro que nadie estaba considerando y que yo deseaba poner sobre la mesa y discutir, para sentirme parte de mi propia curación, pero entonces no podía darme cuenta que la respuesta no estaba allí en la medicina tradicional.
Eso era algo que tenía que hacer por mí misma, mi propia búsqueda interna , la que me iba a llevar a algún lugar de sabiduría que aún no podía entrever, pero intuía se encontraba dentro mío.
A medida que avanzaba en la lectura del libro comencé a plantearme cuestiones que nunca había pensado, como por ejemplo ¿cómo era posible que algunas personas con el mismo diagnóstico tuvieran resoluciones tan disímiles? La diferencia entre vivir o morir no parecía estar determinada por el estadio o capacidad invasiva de un determinado tipo de cáncer, parecía haber algo más, algo bastante más profundo, que Simonton denomina creencias individuales.
Comencé entonces a preguntarme cuáles eran las mías, a dónde me estaban llevando y a revisar cada uno de los pasos que me habían llevado hasta ese momento.
Lo primero que descubrí en mí fue movimiento, había logrado vencer el momento inicial de incertidumbre y frustración y me había puesto en marcha casi inmediatamente. Luego me encontré deseando, pero no desde la inmediatez, sino desde el anhelo que proyecta hacia delante. Quería vivir y ello me llevaba una y otra vez a nuevas metas, había decidido que valía la pena y quería lograrlo. Pero también había abierto la puerta a una sensibilidad casi desconocida, la que percibía todo a su alrededor como si nunca antes hubiera estado allí, la que sentía, olía, miraba, disfrutaba. Estaba comenzando a oír con el corazón cada palabra y a escuchar las mías, cuando salían a empellones apuradas por explicarse y justificarse.
Había recordado que hacía muchos años, cuando era todavía una niña, luego de una operación de adenoides había vuelto a casa fascinada por las cosas que estaba comenzando a descubrir. Nunca había podido oler hasta ese momento, y caminar por la calle era descubrir los aromas de las plantas, abrir y cerrar las puertas de los placares oliendo las sábanas y las toallas, destapar cada frasco de perfume era fascinante y embriagador . Creo que entonces había abierto uno de mis sentidos y estaba descubriendo lo que eso significaba, estaba siendo conciente de una manera nueva de cada una de las cosas que me rodeaban. El olor de la canela, la esencia de vainilla, las plantas de la terraza de mi casa, eran entonces mi nuevo mundo, tal como ahora lo eran todas y cada una de las cosas a mi alrededor.
Salí de esa primera visita a la oncóloga, portando nuevamente una serie de órdenes y prescripciones, con indicaciones muy precisas, tenía la fecha de la primera quimio en una semana y me había indicado medicación para tomar antes y después de la misma, para minimizar los efectos de las drogas. En ese momento mis preguntas rondaban por mi cabellera, ¿se va a caer mi pelo? ¿Cuando va a pasar? Allí sorpresivamente la respuesta de la médica, “esto es muy personal”, “cada organismo es distinto”, “puede ser en la primera”, “o quizás en la segunda”, “nadie sabe”. ¿Cómo es posible, me preguntaba, que nadie supiera?, ¿no se trataba de una ciencia que preveía resultados y anticipaba situaciones? , ahora la respuesta al tratamiento pasaba a ser “Mi” respuesta, la que mi cuerpo decidiera dar a las drogas.
Un poco confundida, me rondaban en las mentes algunas indicaciones sobre la alimentación que debía respetar a rajatabla. La dieta era especial para la quimioterapia y en las primeras veinticuatro horas debía ser sólo líquidos fríos, quizás helado, pero de agua y todo eso por la simple razón de evitar las llagas en la boca, que seguramente iban a aparecer. Todas mis mucosas iban a reaccionar al tratamiento y estaban primeras en la lista de efectos adversos. Luego estaban también la baja de defensas que podía llegar a ocurrir y por eso debía mantener una dieta de alimentos cocidos durante los primeros diez días, y cuidarme de tener cerca de personas enfermas, aunque más no sea de un simple refrío.
Todo era demasiado, de repente me acordé del mate, no lo había preguntado, podía o no podía y ahora ¿a quién se lo pregunto? ¿Y que pasará si tomo un poquito, se desatará un desastre universal? Eran demasiados datos, demasiada información, allí estaba nuevamente delante de la orden, dispuesta a pedir turno para hacer una quimioterapia con un cóctel de drogas que después me enteraría era uno de los más fuertes.
Así llegué a Norma, un ángel que yo había conocido hacía cinco años….
El lugar donde estaba su escritorio era cerca, pero por alguna extraña razón de distribución del hospital era necesario subir y bajar escaleras, atravesar neonatología y debajo de una escalera, casi escondido, allí estaba. Detrás de él, estaba Norma con sus papeles, sus carpetas, su teléfono, las historias de las pacientes que como yo llegaban para organizar sus quimios.
En seguida la reconocí. La miraba atender a una mujer que estaba antes que yo y algo en su tono de voz me remitió hace cinco años, cuando apareció mi cáncer chiquitito y minúsculo y tuve que operarlo. En ese entonces estábamos muy asustados, nos había tomado de sorpresa y tenía particularmente yo, mucho miedo de la cirugía.
Norma entonces trabajaba en otro lugar, en otro sector del hospital y parecía una empleada administrativa común y corriente, diligente, segura y si bien hablaba con calidez lo hacía con firmeza. No parecía alguien con quien uno se quedaría horas hablando del tiempo, del dolorcito ese de la rodilla o del programa de ayer a la noche en la tele. No, Norma era diferente, hacía su trabajo, no tenía tiempo para perder, había muchas pacientes esperando ser atendidas.
Cuando llegó mi turno, ella me miró a los ojos, creo que el miedo brotaba a mi alrededor por cada uno de mis poros. Sostuvo la mirada, sin siquiera mirar la orden de operación y comenzó a hablar, despacio, tomándome la mano, tranquilizándome y transmitiendo mucha paz.
Sus palabras iban más allá de mis propios oídos, me traspasaban hasta llegar a mis vísceras más escondidas, allí donde habitan los sentimientos y el alma de las personas.
De pronto todo había desaparecido, no había nadie más junto a mí y hasta Gustavo que me acompañaba se sintió fuera de esa magia inesperada. Algo estaba pasando , algo muy difícil de explicar y transmitir. La escuché hablar de mis hijos, como si los conociera, y de cada uno de mis miedos, como si pudiera leer lo que tenía en el corazón y la mente en ese exacto momento. Me dio confianza y valor, me habló de lo mucho por hacer y de la Fe, que tenía que buscar adentro mío.
Durante todo ese tiempo, no podía dejar de llorar, , había escuchado sus palabras, la había escuchado hablar de mis fuerzas como si me conociera de toda la vida, la había oído hablar de Fe y me había sentido en paz, por primera vez en mucho tiempo.
“Norma es un ángel”, me dije a mi misma. ¿Cuáles serán esas fuerzas? ¿Por dónde empezar a buscarlas? Ciertamente tenía razón, en ese momento deseaba la Fe que no tenía.
Esta vez la escuchaba hablar con otro paciente, su voz era la misma, pero ella hablaba de horarios y turnos, y nada hacía suponer que alguna vez hubiera sido posible una conversación íntima como la que yo había tenido.
Era mi turno de pedir la primer quimioterapia, habían pasado cinco largos años , Norma levantó la vista de los papeles, me miró y se limitó a decir “esos ojitos yo los conozco…”, continuó hablando y llenándome de paz. De pronto dejaron de importar los papeles y los horarios, nuevamente me hablaba directamente al alma, olvidándose de que era una empleada con gente esperando.
Me habló de la mochila que estaba cargando, la que no me dejaba avanzar, la que tanto me dolía, la que parecía destinada a acompañarme, aunque me propusiera no mirarla. Me hablaba de aprendizajes y de cosas que debía dejar atrás para curarme, de una vez y para siempre. Volvió a hablarme de mis hijos y me dijo que esta vez, mi curación dependía de mí y de lo que yo hiciera con lo que me estaba pasando.
La quimio iba a ser una experiencia personal, que me iba a exigir mucha paciencia y fortaleza. "Es propia de cada paciente", me dijo muy segura. Me habló , de escuchar mi propio cuerpo cuando éste se expresara y me pidiera que lo tuviera en cuenta para dar el siguiente paso . Me habló de respetarlo, cuando me marcara el límite.
Todo estaba allí, era mi propio saber y eran mis propios pasos quienes iban a caminar este camino.
A partir de ese día vi a Norma muchas veces para pedir turnos para el tratamiento, la vi atender a otras personas y la vi atenderme a mí, si bien mantuvimos conversaciones muy cordiales y afectuosas, no volvimos a tener un encuentro como este sino hasta mucho tiempo después.
Poco a poco fui construyendo la seguridad que necesitaba para enfrentar esta nueva etapa, alejando fantasmas y miedos, buscando entre mis propias fortalezas aquellas que pudieran serme útiles en ese momento.
Estaba comenzando a mirar en mi propio espejo interno y a encontrar en él las cosas de las que siempre había querido escapar, a poner las palabras cada una en su lugar para nombrar lo que me estaba pasando y así poder aprender a caminar de nuevo.

Amo la Vida - Parte III- IV-V

III


Durante esta primera etapa cada día era un día diferente al anterior, y cada emoción estaba dejando pasó a la siguiente. De una manera muy inconstante iba pasando de la alegría al llanto, y sucesivamente del llanto a la alegría, lo que no podía negar es que este diagnóstico había ocasionado una verdadera revolución no sólo en mi interior, sino también a mí alrededor, entre quienes me rodeaban.
Hacía bastante poco tiempo, una tarde había visto a Gus desarmarse y llorar cuando se enteró del diagnóstico de cáncer de una persona muy cercana. Sin embargo, en ningún momento lo había visto doblegarse frente a mí, siempre se mostró entero y seguro de que todo iba a salir bien y me brindó su apoyo incondicional , llenándome de palabras de amor y de gestos de ternura. Hoy sé que este ha sido un pilar fundamental en mi tratamiento, sin el cual seguramente todo habría sido muchísimo más difícil, pero sé también que él no debió permitirse que fuera de otra manera, tan solo porque yo lo necesitaba fuerte y entero.
En un principio, mis hijos parecían ajenos a la situación, sin tomar conciencia real de mis angustias y mis temores, pero en ese entonces yo era totalmente responsable de que así fuera.
Siempre había tratado de convertirme en una “superpadre”, aquella que todo lo puede, que acompaña, contiene y sostiene, la que cubre los espacios que cada uno de ellos necesitaba. Esa “superpadre” no tenía espacio para el “no poder” con algo, ya que se trataba de una especie de mujer maravilla, que había dejado de lado sus propias necesidades para cubrir la de los otros.
Sin quererlo realmente había enseñado más sobre el egoísmo y la demanda constante y persistente que sobre la entrega y el amor.
Ahora era una mamá que no tenía espacio para nada más que no fuera ella misma, eran mis propias urgencias y mis propios miedos los que nos enseñaron a todos a crecer como familia.
Recuerdo que algún momento de esta primera etapa, Julián, que estaba por ese entonces bastante enojado conmigo, pudo manifestarlo y decirme -“desde que te enfermaste, vos no sos la misma”, a lo cual no pude evitar responder que tenía razón, pero que la que estaba enferma era la mamá que yo venía siendo.
Al escucharme decirlo es que tomo real dimensión de que algo se había movido en la estructura familiar. Es cierto que me había empezado a convertir en un ser egoísta, pero eso era lo que necesitaba y realmente no tenía energía para poner en ningún otro espacio que no fuera el de mi propia curación.
Estas primeras etapas fueron de reclamos y enfrentamientos, de demandas insatisfechas y empezaron a tomar cada una de las situaciones, su real dimensión. Una reunión del colegio pasó a ser sencillamente lo que era, “una simple reunión del colegio” y comencé a darme cuenta que realmente no sucedía nada si no asistía. Lo mismo comenzó a ocurrir con cada una de las cosas cotidianas que yo me había ido inventando como obligaciones impostergables en estos últimos tiempos. El ser la primera en despertarme para preparar el desayuno a mi hijo adolescente, aunque no tuviera ganas, parecía más un trabajo que un placer cotidiano, pero por sobre todo, ya no era necesario. Hacía mucho tiempo que yo me las había inventado y me sobreexigía por cumplirlas aunque mi cuerpo y mi espíritu estaban agotados y doloridos.
La mamá que comenzó a aparecer en mí pudo decir “no puedo”, ”no quiero” y “ no tengo ganas” , y poco a poco empezaron a aparecer espacios que eran de otros , que yo había asumido pero que no me pertenecían .Esto no les había permitido crecer a quienes me rodeaban, ni hacerse cargo de sí mismos.
Por ese entonces, empecé demandar afecto a mi alrededor, casi probando las respuestas, intentaba comunicar de manera más abierta mis sentimientos y disfrutaba de sorprenderme de que los gestos de afecto aparecían por todos lados. Cada momento comenzó a tomar otro significado, casi como algo nuevo, no descubierto. De pronto me encontré una mañana de sol sentada en el jardín de casa, tomando mate con Gus y descubriendo el placer en ello, como si fuera la primera mañana….
Silvia, mi cuñada, me escribe un día un mensaje de texto en el que me dice:-” el día que recibiste el diagnóstico empezaste a curarte”,me pareció tan simple como verdadero .Desde ese entonces suelo pensar que muchas veces vivimos sin darnos cuenta de nuestra propia enfermedad, hasta que explota en nosotros un síntoma que nos sacude y que invariablemente nos pone a prueba. Hacerse cargo y darse cuenta parecen frases sencillas, cortas, ¿cómo no hacerlo? solemos preguntarnos, pero la respuesta tarda en llegar porque invariablemente la realidad encierra un complejo entramado de fantasmas que uno no se atreve a recorrer ni a enfrentar, a veces durante toda una vida.






IV



Hacía tan solo una semana que me habían diagnosticado cáncer y había logrado pasar de la ira inicial a un estado de aceptación y de expectación. Sin embargo todavía faltaba algo, sentía que podía hacer más por mi misma, aunque no estuviera verdaderamente segura de qué se trataba.
Empecé a recordar que alguna vez había escuchado a Gustavo Garzón, el actor, hablar de un libro que lo había ayudado en su proceso de tratamiento del cáncer. Sin embargo, no estaba demasiado segura de qué libro se trataba, ya que sólo tenía presente algunos comentarios que él había hecho en un programa de televisión. En ese entonces, había rescatado como positivas su actitud de lucha y su entereza para enfrentar la enfermedad y creo que eso fue fundamentalmente lo que me motivo a seguir investigando. Internet se desplegó como un mundo de posibilidades infinitas, aparecían miles de páginas sobre el tema, entrevistas al actor y blogs donde la gente opinaba sobre las bondades del libro. Aunque no había un acuerdo sobre el nombre del libro, para algunos se trataba de “El Secreto” Rhonda Byrne y para otros “Recuperar la salud” de Simonton.
Desde muy chica había disfrutado de leer todo lo que cayera a mis manos, era capaz de devorarme un libro de corrido, aunque me quedara una noche entera sin pestañear. Me gustaba usar una linternita para quedarme escondida debajo de las sábanas para leer, porque teníamos que apagar la luz después de un rato, que siempre me resultaba escaso. Recuerdo haber crecido con un libro siempre entre las manos, pasando de relatos fantásticos y cuentos clásicos a La Ilíada y La Odisea, casi como en un camino del cual no podía alejarme. La colección Billiken pasó a ser el único regalo de cumpleaños que yo siempre quería tener, y si por casualidad me regalaban alguna otra cosa, siempre buscaba cambiarlo por el título que me faltaba. Las visitas a casas de los parientes me resultaban interminables, claro está, hasta que hallaba alguna biblioteca medio perdida y empezaba a husmear por allí. Así fue como los primos lejanos de mi viejo, cuyos nombres no recordaba jamás, pasaron a ser “el de las revistas de historietas…” o “el que tiene la Biblioteca del Estudiante…”, y así con todos ellos.
Mis idas al baño llevaban y traían revistas de historietas y libros, que se acumulaban en un banquito, para poder variar las opciones. Las vacaciones eran viajar con un paquete de cuentos y revistas en el auto, hasta llegar a algún departamento en Mar del Plata y buscar (con los ojos y siempre de la mano porque TODO era muy peligroso….) una casa de libros y revistas usados, de esos que había a montones. Así fui creciendo, entre el olor de las páginas de “El Tony” e “Intervalo”, las revistas de historietas y los libros que iba encontrando, claro está que siempre fue una búsqueda bastante solitaria que me hacía aparecer ante los demás casi como un bicho raro.Recuerdo haber esperado, cada quince días, el tomo de la enciclopedia Salvat que en casa se estaba comprando, casi con la ansiedad de un cumpleaños. Buscaba palabras nuevas y miraba las imágenes, con tan solo ocho o nueve años.
Cuando fui siendo adolescente revolvía los puestos del Pque. Rivadavia buscando textos baratos que no conocía y así descubrí a Borges, Bioy Casares y, García Márquez. Más tarde fueron las librerías de Corrientes y Avda. de Mayo, el ir y venir hojeando contratapas, preguntando y eligiendo un texto, para después sentarme a tomar un café y empezar a leerlo.
Cuando empecé “esta” búsqueda, no tenía mayores referencias ni de los autores ni de los textos, sólo tenía una necesidad , fue así como los encontré a ambos y me dí cuenta que lo que yo buscaba en ese momento era “Recuperar la Salud”, un texto dirigido a pacientes con Cáncer y su familia, donde se revisaban algunos aspectos que hacían a la génesis de la enfermedad y a los procesos internos que cada uno de los pacientes debían poner en marcha para iniciar el camino de la curación.
El segundo paso fue recorrer librerías y encontrarme que ese era un libro agotadísimo, de una editorial española, imposible de conseguir. Entonces decidí que debía utilizar las herramientas que tenía al alcance para ampliar la búsqueda, y sin saberlo comencé a construir una maravillosa red. Nos pusimos en marcha, cada uno a su manera, cada uno a su tiempo y con sus propias características, para tratar de encontrarnos, al libro y a mí y para descubrir por qué era tan importante leerlo y qué cosas tendría que aprender de esta experiencia.
Victoria, mi hija del alma, alguna vez había sido compañera de escuela de un sobrino de Gustavo Garzón y trató de ponerse en contacto con él a través de ese medio, mientras Gus propuso comprarlo directamente a la editorial española, con lo que eso pudiera costar. Ninguna de estas respuestas me resultaba suficiente, sentía que debía hacer algo por mí misma y para eso debía abrirme a quienes me rodeaban, explicar lo que me estaba pasando y tratar de que la mayor cantidad de personas compartieran esta búsqueda. Escribí un mail a mis “contactos”, en realidad mis afectos más cercanos, describiendo la situación y pidiendo ayuda. Mucho tiempo después me di cuenta que esto se había transformado en un motor interno muy importante para mí y me había abierto de una manera que nunca lo había hecho. Nuevamente la Fabiana todopoderosa, que siempre brindaba ayuda, la que tenía una respuesta para todo (o para casi todo) dejó espacio para que surgiera una personita que gritaba “no me dejen sola” “los necesito”, casi infantil, casi desde la angustia más absoluta, pero que al hacerlo empezaba a sentir una increíble fuente de energía. Yo siempre me había nutrido de mis afectos y me había preocupado por “estar” cada vez que fuera necesario.
Entonces escribí. Me sentí bien, en realidad más que bien, pero lo más importante sentí que “iba a poder”.

“Hola a todos!

Quizás algunos de ustedes ya lo sepan, o se habrán preguntado por qué no me andan viendo por el jardín, (lo que sucede es que estoy de licencia médica aunque a mi me gusta decirle "licencia por la salud")
Después de cinco años de batallar, ser consecutiva y prolija en los controles médicos y de dedicarme con mucho amor y energía a ser una maestra, madre y mujer por demás obsesiva y dedicada a lo que le más le gusta, es que hoy me encuentro nuevamente con un diagnóstico difícil , una nueva prueba a superar.
Sin querer abrumarlos con detalles, me encuentro hace unos pocos días con una recidiva de un carcinoma mamario y estoy realizando estudios varios en estos días.
Es un momento difícil y complicado para todos los que están más cerquita, que están como desesperados por cuidarme y darme fuerzas y yo sumamente agradecida de que compartan la idea de que la energía positiva genera más energía y esto ayuda a que uno se sienta mejor y que a los tratamientos surtan su efecto más velozmente.
Les escribo porque tengo un pedido especial que hacerles y quizás alguno pueda ayudarme. Estoy tratando de conseguir un libro que se encuentra agotado ( y sí, además soy lectora asidua y fanática y suelo llenarme de autores como Saramago, Paul Auster, García Marquez y Galeano, entre otros.......)En este caso es un libro que habla sobre como Recuperar la Salud en situaciones de enfermedades como el cáncer , quizás alguno haya escuchado hablar de él al actor Gustavo Garzón, que lo hizo público en un programa de tv.

Mi idea es multiplicar esto para tratar de saber si alguien puede conseguirlo, sabe como hacerlo o cómo obtener una copia (juro que si se puede comprar lo hago........)

El título es "Recuperar la Salud, una apuesta por la vida" y los autores son Stephanie Matthews y Carl Simonton, se trata de la Editorial "Los libros del Comienzo" (España),

Un último pedido, los que me conocen bien saben que tiro siempre para arriba, creo profundamente en la espiritualidad y la fuerza interior y en que todos tenemos algo para dar a los demás , por eso les escribo, porque están entre mis afectos y alguna o varias veces hemos podido encontrarnos en este camino para ayudarnos a crecer.

(Creo que muchos de ustedes entenderán lo que esto significa y comprenderán que dejo afuera la compasión o la lástima siempre,)

Sinceramente GRACIAS a todos y muy especialmente a los que están acompañando la energía que busco encontrar, con su buena onda y deseos.

Fabi (y por supuesto Gus, Mai, Vicky y Juli) “


Había habido un grito desesperado, un pedido de ayuda y casi sin quererlo una manera de exteriorizar lo que me estaba pasando. Cuando comencé a escribirlo no pensé realmente que quien lo leyera estaría recibiendo una noticia difícil. Traté de expresar con sencillez y sin mayores eufemismos la situación de mi enfermedad, pero de algo estaba segura al hacerlo, no deseaba que quienes lo leyeran pensaran “uy pobre” y mucho menos que se compadecieran de mi situación. Por eso tuve un especial cuidado en los últimos párrafos del mail, necesitaba aclarar que cada uno de los llamados contactos, habían sido elegidos por algo. En cierta forma había algún tipo de conexión muy especial con cada uno de ellos, como lo denominé en ese momento “una o varias veces nos habíamos encontrado en este camino para ayudarnos a crecer”. A lo largo de mi carrera docente, pero especialmente en los últimos años, había ido construyendo fuertes vínculos con cada uno de los grupos de niños y familias con los que había trabajado. Cuando comienza el año, familias, nenes y la maestra nos miramos con cierta desconfianza, no nos conocemos y esto nos produce una rara sensación. A medida que transcurren los días, nos vamos descubriendo, construyendo un código en común y estableciendo lazos de afecto, para sustentar la tarea. Ese espacio de confianza que se va generando, permite que nos apoyemos mutuamente y que acompañemos cada uno de los pasos que los chicos van dando en la escuela. Muchas veces somos testigos de los cambios, las crisis, los temores y las inseguridades de cada familia, también de alegrías compartidas. En ese ir y venir de afectos las maestras solemos ser parte de la historia familiar, y construimos nuestro rol a partir de este intercambio. Me gusta decir que aprendo con mis grupos , a partir de lo que descubro en ellos, de las nuevas miradas que abrimos sobre cada tema (porque siempre hay nuevas miradas si uno está dispuesto a encontrarlas…), pero también me gusta decir que me gusta verlos crecer y ser parte de los cambios y enriquecerme como persona con lo que recibo. Con muchas familias seguimos cerca, tan cerca que los considero mis afectos, y he recibido de ellos más de lo que alguna vez esperé.
Durante esa mañana, una tras otra surgieron respuestas a mi mail, y asombrosamente comencé a respirarlas como si fueran aire puro…

“(…) mi correo ahora es para decirte que desde aquí yo voy a rezar para que todo salga muy bien y seguro que va a ser así porque junto conmigo van a estar muchas personas haciendo lo mismo ,los que te conocemos poco y te queremos como una amiga de toda la vida, los que te conocen de toda la vida, los que no te conocen pero saben por nuestras anécdotas de tu vida y de tu persona, TODOS los que alguna vez te tratamos, te hablamos o te escuchamos o te miramos eso ojos limpios y purísimos vamos a estar pidiéndole a alguno de nuestros dioses personales para que todo salga como le tiene que salir a una mina como vos: GENIAL.(…)”


Cuando Caro mandó este mail (que como siempre es en realidad muchísimo más largo) sentí que las lágrimas eran incontenibles, era el primero que recibía y no podía parar de llorar. La angustia de los primeros días había sido terrible y aquello que parecía imposible de enfrentar empezaba a cambiar de forma. Al poco tiempo entendí a que se refería Caro con “los dioses personales”, nunca había logrado imaginar que la energía podía adoptar tantas, pero tantas formas diferentes y que todas podían llegar a ser tan increíblemente bellas y fuertes.
Comencé a entender por primera vez que cuando hablábamos de dioses y de creencias, todos estábamos hablando de cosas similares, aún sin saberlo. Hay un tiempo en donde cada uno de nosotros necesita encontrar “Esa” energía, la que nos sostiene cuando quedan muy pocas cosas en pie a nuestro alrededor y es “Esa energía” la que adopta las diferentes formas según nuestra mirada.
En cada una de las respuestas había un común denominador, un afecto sincero, una mano abierta y un corazón dispuesto a acompañarme en esta etapa. Sentí mucha fuerza a medida que las iba recibiendo a cada una de ellas y comprendí que esa energía positiva estaba ayudando en mi curación, que se multiplicaba y me llenaba de fuerzas. Por ese entonces, dediqué bastante tiempo a responder y contestar cada mensaje, y a agradecer lo que estaba recibiendo. En algunos casos se trató de oraciones y rezos de diferentes credos, en otros de información concreta sobre posibles curas milagrosas y sanaciones, otros me contaban sus avances en la búsqueda del libro, que seguía siendo difícil de encontrar ,pero en todos los casos sentí mucho respeto por lo que recibí .Casi sin proponérmelo aprendí de las bondades de cada virgen y de los dones Espíritu Santo , de los milagros que obra la Fé a través de la fuerza de muchos corazones deseando algo, y por sobre todo aprendí de actitudes desinteresadas y de la gente.
Descubrí que hay corazones maravillosos, desprendidos y abiertos, que a veces están ocultos porque otros no los dejan brillar, y me descubrí a mí, buscando en las múltiples formas de la espiritualidad, mi propia fuerza interior. Fuerza que, admito, no estaba segura de poder construir y sostener.
A medida que transcurrían los días, fui armando una carpeta con todo lo que había ido recibiendo, y esa carpeta comenzó a viajar conmigo a todos lados, a cada estudio, a cada consultorio del Hospital. Allí estaban las cartas, las tarjetas, los dibujos, las estampitas, las imágenes de la virgen, las dedicatorias y la lista sigue casi infinitamente…
Muchas de las respuestas que recibí pude haberlas imaginado, soñado, esperado, palabra por palabra.
Otras, lograron sorprenderme por lo que expresaban, algunas tan solo con palabras, simples pero bellísimas, de esas que solo salen del corazón. Otras parecían poemas pensados desde el alma, muy elaborados, de esos en los que uno decide acunarse y dejarse llevar a tierras desconocidas.
Algunas fueron escuetas y concretas, sin eufemismos y diciendo “manos a la obra” y “estoy con vos”.
Otras, las menos, fueron vacías, sin fuerza, casi imperceptibles, dolorosas. A esas, las dejé ir en el universo virtual, donde van las cosas que no tienen dueño ni corazón.
En esos días mi energía viajó caminando a Luján en el corazón de Roberto, mi inolvidable “Saavedra” de hacía un par de años en una fiesta escolar. Siempre habían estado allí, atentos y cercanos, acompañando cada gesto, pero ahora se brindaron abiertamente con su Fe, me la entregaron con la seguridad de quien sabe que con ella se mueven realmente montañas y me entregaron su Virgen, para que me acompañara.
Mi incipiente energía recorrió el país en una red de bibliotecas virtuales buscando el libro, gracias a Silvia y Pablo, así, como son ellos como papás y como personas, llenos de palabras y de amor, sencilla pero increíblemente sabios .Así aparecieron otras Silvias y otros Pablos desconocidos, preguntando preocupados, escribiendo palabras en un mail tan solo para decirme que deseaban que estuviera bien y que me daban su apoyo. Gente desconocida, dispuesta a apoyar, que anónimamente acompañaba la energía que yo buscaba encontrar.
Me enteré del significado de la palabra “constelar”, a través de las explicaciones de Ale, que me ofreció respetuosamente un espacio, su propio espacio terapéutico, para revisar mis historias, mis vínculos, aquello que me había enfermado. Llegó a encontrarse con un libro de Simonton, el segundo que él había escrito y lo puso en mis manos. El día que fui a buscarlo a su casa Jorge interrumpió la clase de Saxo, salió a abrir la puerta y me entregó unas palabras muy bonitas junto a un abrazo cargado de luz. Sentí en ese abrazo que me brindó, tanta fuerza y tanta energía, que me fui “brillando” a devorarme el libro.
Más tarde me fueron llegando un universo de pociones mágicas y recetas milagrosas que ni sabía que existían, de uno u otro lado me llegaron detalles sobre el beneficio de los gorgojos, los curas sanadores, los curanderos y manosantas que habitaban el país en los lugares más increíbles. En ese momento, estaba segura de que necesitaba sostener la confianza en la medicina tradicional y que antes de desear una cura milagrosa debía enfrentarme a las cosas internas que me habían enfermado.
Allí muchos estuvieron, otros aparecieron sin estarlo, a otros los descubrí, y otros se mostraron tal cual eran, pero allí los velos comenzaron a caer y a dejarme “mirar” abierta y sinceramente con el corazón, a quienes me rodeaban.
Allí pude recibir, casi como si fuera la primera vez.
Mi energía estuvo presente en muchas casas, y volvió fortalecida para el siguiente paso.
Como dice Galeano, hay diferentes tipos de fuegos y cada una de estas buenas energías representaba un fuego con sus propias características, pero todos sin dudarlo, brillaban con luz propia.
Algunas respuestas, muy pocas, no habían aparecido entonces, pero llegué a comprender que no todos pueden sobreponerse y encontrar las palabras, yo misma no había podido hacerlo en muchas ocasiones. Hubo entonces un “fuego” intenso, de esos que queman e iluminan todo lo que tocan, que sorpresivamente no había respondido enseguida, lo cual me llamaba mucho la atención, pero no sería sino hasta unos días después que comprendería el por qué de esta ausencia. De pronto, un mensaje claro, concreto y esperanzador, Ariana había localizado el libro y me lo estaba acercando a casa. De una manera increíble, estaba allí, sentada a mi lado en el living, contándome los entretelones de una búsqueda, de idas y venidas y entregándome prolijamente fotocopiado y, anillado el libro que estaba buscando. Así, como es ella, lo puso en mis manos con la certeza de una tarea cumplida.




V


De manera casual se habían cruzado en mi vida dos hechos que comenzarían a transformar mi historia, la llegada del libro “Recuperar la salud” y la primera entrevista con una terapeuta. Había pedido ayuda y allí estaba tratando de enfrentarme a mis propios fantasmas.
Las palabras saltaban de mi boca entremezcladas, confusas y cargadas de angustia, recuerdo ir de un tema a otro, hablando de la muerte de mi mamá y de mi enfermedad como si una cosa no pudiera concebirse separada de la otra, pero sobre todo recuerdo la sensación de la angustia brotando sin parar, como si fuera esa la primera oportunidad en la que lograba encontrarme frente a mis emociones y a solas conmigo misma. En un momento la terapeuta tomó una hoja pequeña y escribió la palabra CÁNCER, así en letras de imprenta mayúscula, en el centro de la hoja y la colocó frente a mí. Miré la palabra y recuerdo quedarme muda, impactada, mientras ella explicaba como mi vida había comenzado a girar en torno a esa palabra, de una manera arrolladora. Y allí estaba, “la enfermedad” , esa enfermedad que cuesta tanto nombrar y poner en palabras, que tiene tantos sinónimos nefastos, la que da miedo, la que sacude hasta las fibras más íntimas, la que hace que uno crea que “todo” terminó, la que algunos piensan que puede contagiarse, la que nadie quiere tener cerca, la que no se puede nombrar….
Allí estaban mirándome esas seis letras, desde el centro de la hoja, enfrentándome a mis propias fantasías de muerte, a mis terrores infantiles, a mis historias inconclusas, a mis demandas insatisfechas, a mis partes controladoras y obsesivas, a mis dudas y a mis inseguridades, a toda mi vida.
Y fue allí cuando comenzó a perder fuerza y poder, cuando pude empezar a nombrarla y a darme cuenta de que mi vida se había transformado de una vez y para siempre.
La terapeuta comenzó a explicar, casi como una maestra enseñando las primeras letras, como se produce el cáncer, habló de células, de genes y del sistema inmunológico. Me estaba acercando al cáncer desde otro lugar, no importaba ya el estadio, ni la capacidad invasiva, ni las posibilidades de metástasis, importaba que pudiera ir comprendiendo poco a poco que este proceso no se trataba de “una lucha”, sino de todo lo contrario, de un “encuentro”. Era mi cuerpo el que había abierto un espacio para desarrollar la enfermedad y debía desandar los caminos que me conducían al significado de la misma. Recuerdo entonces una línea trazada debajo de la palabra CÁNCER, y a la terapeuta delimitando el espacio de los médicos en la parte superior, allí iban a actuar con los diferentes tratamientos. Mi espacio estaba por debajo de una línea que comenzó a dibujar, allí escribió una serie de ítems. Parecían muchos, diferentes e interminables, allí se entremezclaban la mala alimentación, la falta de sueño, los problemas laborales, las situaciones familiares, las angustias, los cambios de hábitat, las tensiones, las pérdidas, la vida sedentaria… Cuando pude leerlos, sentí el pecho estrujarse como un puño en el centro, no había logrado escapar a ninguno de ellos. Mi vida en los últimos meses se había transformado en un continuo de situaciones de tensión y malestar, discusiones y angustias trabadas, por primera vez estaba pudiendo entrever que el cáncer se había transformado en la única salida que yo había encontrado para sacudirme de tanto dolor.

Amo la Vida - Partes I y II

I

Hacía cinco años que el tiempo se había convertido en una sucesión de controles rigurosos, de preguntas concretas y respuestas acertadas que habían ido calmando mi ansiedad y mis miedos. De manera obsesiva había asistido a cada cita, había sentido la ansiedad lógica en los días previos a la misma y había preguntado una y mil veces las mismas cosas, esperando siempre idéntica respuesta. Sólo esperaba saber que mi cuerpo había logrado controlar “la enfermedad”, como todos la llaman y que ésta nunca volvería a aparecer.
Esta vez era diferente, el tiempo había transcurrido y los estudios no presentaban nada extraño, parecía entonces que ya no era necesario el apoyo de mi compañero de vida para entrar al consultorio y escuchar finalmente que todo había terminado. Esta vez entonces, soñaba con el festejo, con la fiesta que me permitiría celebrar que esta época difícil había terminado. Esos instantes precios a cruzar el umbral, conversaba animadamente con él acerca de lo que podía llevar a la escuela para compartir con mis compañeras. Era un día más, después de allí seguiría la rutina del jardín, realizar el intercambio con los chicos donde cada uno trataba de escuchar a los demás mientras animadamente pugnaba por ser escuchado. Después seguramente vendría alguna actividad donde podríamos enchastrarnos con placer e crear figuras e imágenes que sólo existían en nuestra imaginación, hasta que finalmente podríamos detenernos con alguna historia inventada entre todos o salida de algún libro de cuentos de la sala, despatarrados en el piso.
Iba a ser un día más, como todos, pero en algún instante de la tarde nos íbamos a encontrar “las chicas” a reírnos un rato, a hablar sin parar y de manera simultánea, mientras comíamos algo rico para festejar. Después iría a casa donde el clima de alegría sería general y habría algún mate compartido entre todos con más anécdotas para compartir y más sueños por concretar.
Pero sin dudarlo, esta vez era diferente, pero no iba a saberlo hasta unos minutos después.
Cuando entré al consultorio mi médico de siempre, charlaba animadamente con tres o cuatro estudiantes que con cara de querer saberlo todo, lo miraban absortos y lo escuchaban casi sin pestañar .Miró mis estudios y explicó para todos ellos como había sido el proceso de “mi enfermedad”.
Hablamos de tiempos, - “ ¿tanto ya? ¿Cinco años pasaron? , preguntó él y nos reímos juntos.
Casi de manera inmediata y como hacía siempre se detuvo en una minuciosa revisación. Yo tenía algunas dudas y molestias, pero como siempre mi ansiedad me jugaba alguna mala pasada y poner las angustias en el cuerpo era la manera común de enfrentar las cosas, esperé su veredicto. Seguramente me diría que todo estaba bien, que eran sólo nervios, que ya no tenía de que preocuparme.
En ese instante, el clima pareció haber cambiado para siempre .El rostro se había puesto serio y solo observaba y palpaba.
-“Nos conocemos”, me dije a mi misma. Algo en su actitud había cambiado, había dejado de reírse. Enseguida ,una sucesión de cosas como si fueran una ráfaga, pasaban delante de mis ojos. Parecía estar afuera de la situación. Él, explicando que necesitaba realizar una biopsia de inmediato, que había cambios que le indicaban que algo podía no andar bien. -“¿Será neurosis? dije, mientras agregaba -“ viste que yo siempre puse cosas en la mama …. y ahora que murió mi mamá…”. Él ,sin dudarlo siquiera ,agregó -“No, esto no es neurosis”.
Me sentía fuera de la situación, escuchaba sin poder entender que estaba pasando. De pronto , una sucesión de hechos , la orden médica, el teléfono pidiendo él mismo turno para una biopsia de manera urgente y la confusión adueñándose de mí.
Salí del consultorio con la certeza de que algo no estaba bien, confundida y con miedo, ya conocía esa sensación, pero no quería enfrentarla. A partir de ahí explicarle a Gus y volver al consultorio inmediatamente para que nos vuelva a repetir aquello que no entendíamos. Debía volver en dos días para el estudio , había un pequeño porcentaje de tumores de mama que no aparecían en los estudios, cosas que hasta entonces desconocíamos. Entonces comprendí que los pequeños porcentajes nunca me habían favorecido, desde el comienzo de esta historia.
Esos días iban a ser largos y difíciles, tratar de entender no era sencillo y adentro de mí había mucha angustia y mucho miedo, junto a la seguridad de que las cosas no estaban realmente bien.
De pronto la mama paso a serlo todo, había cambiado su forma y su textura y aparecía un dolor como una puntada de manera casi permanente. Era el centro de mi día, la observaba cambiar como si no me perteneciera, casi como a un objeto extraño que de repente había transformado mi vida. Esa vida que yo había planificado y organizado para que todo resultara diferente.
Casi de manera obsesiva me dediqué a recordar cada uno de los gestos y las palabras del médico,
-“¿qué habrá querido decir cuando no dijo? ¿en qué momento exacto cambió su actitud?”, me preguntaba una y otra vez, repasando mentalmente el encuentro. Sin duda, iba y venía con mis emociones, repitiéndome que esto no podía estar pasando, no a mí , ya que sólo era un control más para no dejar nada librado al azar. Momentos después surgía el terror más infantil y las ganas de que mágicamente apareciera alguien que me prometiera que todo iba a estar bien.
El día de la biopsia, nos encontramos con el médico en los pasillos del hospital, se acercó y con mucho afecto me llevó de la mano hasta el consultorio, diciéndome -“te estaba esperando” y hablando de manera muy pausada y tranquila.
Ahí fue cuando tuve la certeza .Lo miré a Gus que iba unos pasos más atrás y quise gritarle que ya lo sabía, que algo en ese gesto protector del médico había sido esclarecedor y que no necesitaba la biopsia.
“La enfermedad” se había instalado de nuevo, yo le había abierto la puerta de alguna manera que aún desconocía y la había dejado anidar en mí. Esto me permitió serenarme y esperar.
Durante esos días habitualmente uno se descontrola de ansiedad y teme lo peor, esperar un resultado puede transformar la vida en un infierno, pero yo no necesitaba eso, así que empecé a prepararme para afrontar lo que entendí iba a ser de nuevo una batalla.
Al menos, así la comencé llamando cuando comenzó.
En la escuela me dediqué casi exclusivamente a poner en orden algunas cosas, la residente estaba a cargo del grupo y podía atender las cuestiones que entonces me preocupaban, organizar la carpeta didáctica y las planificaciones, poner al día los legajos, los gastos de la sala y dejar todo el placard y los materiales listos para que otra persona pudiera tomar mi lugar como docente. Mucho tiempo después entendí que esta necesidad de poner orden no era sólo sobre mis objetos personales, me estaba despidiendo del jardín. Tenía miedo y no podía hablar de ello, ocupaba cada instante encarpetando, guardando y archivando cosas, poniendo etiquetas y redactando notas para que a nadie le quedara ninguna duda de cómo seguir con mi trabajo. Entonces no lo entendía, me parecía lógico y normal, hoy entiendo que en realidad lo que necesitaba era ponerle nombre a lo que pasaba y encontrar los espacios para cada una de las cosas que estaban enmarañadas dentro mío.
Esta especie de despedida era mi miedo a no volver a mi lugar, a mis cosas, a mis afectos.
Espacios, Nombres, Lugares, serían palabras que volverían una y otra vez para encontrar un nuevo significado a medida que caían los velos que cubrían mi alma.




II


A medida que transcurrían los días , la sensación de certeza parecía afianzarse dentro mío, casi como si hubiera estado esperando hace bastante tiempo que esto ocurriera, como si secretamente hubiera abierto un espacio para la enfermedad , sin darme cuenta.
En casa manteníamos largas conversaciones acerca del futuro, de las probabilidades y de situaciones similares que les habían ocurrido a otros. Nos sentábamos a conversar tan sólo para escucharnos decir las mismas cosas, una y otra vez, como tratando de convencernos con cada palabra que todo iba a salir bien.
Gus se mostraba muy seguro y confiado y por momentos adoptaba una actitud casi infantil de serenidad que me enternecía sobremanera. De alguna forma empecé a darme cuenta que estábamos atravesando la misma situación pero cada uno había ido construyéndola diferente, desde sus propias historias personales. Yo había llegado antes a la certeza y a la aceptación, aún sin haber tenido el diagnóstico, ya sabía que nuevamente tenía cáncer. Había leído cada una de las señales que mi médico había emitido aún sin decir palabra, sus gestos, sus miradas, sus tonos de voz, su actitud protectora y casi paternal.
Y había esperado que ocurriera.
Finalmente, en una de nuestras charlas vespertinas, soltamos los sentimientos y nos escuchamos hablar de nuestros miedos y creencias, hasta que poco a poco pudimos construir una certeza compartida.
Así llegamos al consultorio del médico a escuchar el resultado, en una aparente tranquilidad, dándonos fortaleza y tomados de la mano, sabiendo lo que íbamos a escuchar, aunque muy profundamente no seríamos capaces de asimilarlo todavía ni de comprender de que manera esto cambiaría para siempre nuestras vidas.
De forma clara y directa, recibimos la confirmación de que tenía un tumor invasivo en la mama, por lo cual debía comenzar de manera inmediata a realizar una serie de estudios, y llevar a cabo una rápida consulta con una especialista para comenzar un tratamiento de inmediato.
Durante toda la explicación sentía las lágrimas que corrían por mi mejillas sin poder detenerse, y al mismo tiempo la mano de Gus que apretaba la mía como queriendo protegerme de todo y gritándome a través de cada poro su amor incondicional. Todo fue emoción y angustia profunda, las sensaciones parecían venir desde el centro de mis entrañas y subir apoderándose de todo mi cuerpo. No podía entonces entender lo que me estaban explicando con claridad y sencillez, ni siquiera intentaba seguir la lógica de las palabras, sólo sentía y sentía profundamente como un pozo negro se abría dentro de mí.
Sobre el escritorio el médico había extendido un sinnúmero de órdenes médicas que se entremezclaban con las explicaciones. Sólo miraba sin ver y realmente no lograba atender absolutamente a nada. Sosteniéndome tan solo de la mano de Gus , como aferrándome a la vida , que sentía se me estaba escapando, es que pude decir -“necesito ayuda”, y casi como un grito desesperado -“hay algún grupo en el hospital…?”.
No pude entender hasta mucho tiempo después que ese había sido el comienzo de un largo proceso de transformación. Desde el centro de mi angustia y mi dolor había logrado pedir ayuda y me había reconocido por primera vez, como un ser vulnerable y necesitado.
Salí del consultorio confundida, sin entender como debía seguir y preguntándome una y otra vez -“¿por qué a mí?...”, sin poder dejar de llorar ni un instante.
En ese momento creía haber recibido el anuncio de una muerte inevitable e inminente, no podía salir de ese pensamiento y rumiaba sobre todas las variantes que aparecían en mi mente. Pasaba de la ira a la angustia más profunda y visceral, me repetía una y otra vez la misma pregunta “¿por qué?” y estaba profundamente enojada conmigo porque sentía que había hecho todo sin que esto sirviera de nada, con el mundo como si este fuera un gran organizador de los designios de cada uno de sus habitantes y con la ciencia porque de nada habían servido los controles minuciosos y obsesivos, ni las constantes visitas al médico. Yo me había transformado en estos últimos cinco años en una “ paciente ejemplar”, de esas que acompañan al médico y cumplen con sus indicaciones, me había sentido responsable de mi tratamiento, pero no había logrado percibir que la curación de una persona es un proceso bastante más complejo y no se trata solamente de un cuerpo recibiendo medicación. Yo había logrado dejar afuera mis emociones, las había mantenido controladas y había vuelto a sentirme omnipotente y perfeccionista, casi sin darme cuenta.
Y casi sin darme cuenta había regresado al punto de partida.
Sentados en un café, hablaba sin parar sobre las múltiples cosas que jamás podría hacer, aquellas que no iba a poder llegar a ver, las que iba a perder en poco tiempo, y así sucesivamente. Seguía llorando y Gus trataba de consolarme con explicaciones, casi atajando mis reclamos por los distintos frentes donde se presentaban.
Tuve muchos miedos, pero sin duda el miedo de no poder ver crecer a mis hijos fue el más angustiante , de no llegar a verlos armar sus propias vidas, de no llegar a conocer a los nietos que seguramente tendría, de no conocer París ,esa ciudad que tanto llena mis sueños. Miedo de no tener el tiempo suficiente, miedo del deterioro,miedo de la enfermedad…. La lista era interminable y los pensamientos seguían surgiendo sin control uno tras otro.
En ese momento, casi como un pase mágico, sentí como Gustavo tomaba las riendas de la situación y empezaba a hacerse cargo de sacarme de ese estado, poniendo su cuota de racionalidad y de impulso “proactivo”, como siempre me gustó llamarlo. Allí estaba el obstáculo a vencer y había que enfrentarlo, -“de esto salimos juntos”, me dijo y me entregué sin dudarlo a esa frase. Ahí fue cuando empezamos a hacer algo.
Lo ví tomar las órdenes y decirme de que manera íbamos a volver al hospital para comenzar a pedir los turnos. Yo me sentí absolutamente incapaz de siquiera cruzar la calle y me dejé llevar.
Con esa actitud que lo caracteriza lo vi ir de uno a otro sector, hablar con empleados y explicar una y mil veces la urgencia de los turnos, mientras me limitaba a seguirlo.
Agradecí entonces su capacidad de lograr aquello que se propone, la que yo siempre había admirado. Me fascinaba ver como muchas cosas que parecían imposibles empezaban a solucionarse y eso comenzó a darme una leve sensación de tranquilidad. En ese entonces, sentía que se trataba de una vertiginosa carrera contra el tiempo, quería empezar a “hacer algo” y ese algo tenía que ver con tomar de nuevo el control de mi propia vida.
Cuando regresamos esa tarde a casa, habíamos logrado obtener todos los turnos para la próxima semana, incluyendo la primera sesión con una terapeuta.
Esos primeros instantes fueron difíciles, pero pudimos dar los pasos necesarios para arrancar. Eran inevitables la angustia, el dolor y la bronca por el diagnóstico, pero fue también es esos primeros momentos en los que recibí las demostraciones de amor más bellas y sinceras de quienes estaban a mi alrededor. Los abrazos profundos, las palabras de aliento y el calor de sentir que no estaba sola.
Al día siguiente, se trataba de un día sábado, me sentía realmente agotada y no tenía demasiadas fuerzas para moverme de la cama. En tan sólo veinticuatro horas, me había atravesado un tsunami de emociones y quedarme esa tarde metida entre las sábanas y acurrucada en una esquina me pareció entonces el mejor programa. Al rato recuerdo el llamado de mis compañeras del jardín, por ese entonces esa era la manera en que las llamaba, que me proponían encontrarnos a tomar un café en Plaza Serrano. Tarde de sol, amigas y ganas de compartir, parecían suficientes, pero sentía mucho dolor en la mama y ésta estaba bastante inflamada .Una vez más necesité un empujón para arrancar y ponerme en marcha. Elegir la ropa y prepararme para salir no me entusiasmaba demasiado, pero tenía ganas de verlas y charlar, olvidarme un rato de todo y pasarla bien.
Fueron cuatro horas increíbles, en las que nos reímos, contamos anécdotas y hablamos del jardín y de los niños y como en todo encuentro, de “los hombres” que acompañaban o no nuestras vidas. Sentí entonces un apoyo incondicional de todas y cada una de ellas. Cada una, fiel a su estilo y con sus propias palabras… Volví a escuchar entonces, “de esto salimos juntas” y juro por mis hijos que en esas horas no volví a sentir dolor ni angustia.
Me propusieron empezar a encontrarnos más seguido, salir, ir al teatro, a comer y las sentí muy cerca. Cada una, creo que sin proponérselo, me empezó a llenar de energía, de esa que tenemos las jardineras que disfrutamos de nuestro trabajo. Esa misma energía que se llena de las risas y las ocurrencias de los chicos y se enchastra de colores.
Pero esto comenzó a ser además un punto de encuentro y desde donde empezamos a construir juntas algo más que un compañerismo. Nos miramos por primera vez profundamente al alma y decidimos tácitamente ayudarnos a crecer.
Al regresar, empecé a tomar conciencia de que algo había cambiado y no podía darme cuenta muy bien de que se trataba. Empecé a pensar entonces que no había ingerido ninguna medicación ni tampoco iniciado ningún tratamiento, entonces la clave debía estar en lo que había pasado esa tarde.
Lo que había pasado era ni más ni menos que una ráfaga de felicidad y yo me había agarrado a ella de una manera casi desesperada. Reírme a pesar de “mi tsunami”, como lo empecé a llamar, me hizo bien y me volvió a conectar con la vida.
Poco a poco y con la ayuda de Gus, comencé a organizarme para enfrentar la próxima semana, armamos un calendario y anotamos cada una de las cosas que debía hacer, los estudios a realizar y los médicos que tenía que ver en esos días.
De alguna manera, el sentir que podía empezar a hacerme cargo de algo me devolvió el control sobre mi vida. El factor tiempo estaba muy presenten mí, buscaba una y otra forma de asegurarme entonces que el tiempo estaba de mi lado y que iba a tratar de iniciar el tratamiento cuanto antes.
Durante esa semana aproveché cada visita al hospital para pedir resultados anticipados, activar turnos y realizar consultas. Entonces me contacté con mi clínico a quien le expliqué la situación y me tranquilizó confirmando aquello que yo pensaba, estaba en manos de excelentes profesionales y en muy poco tiempo estaba poniendo en marcha un tratamiento.
A diferencia de la primera vez que tuve cáncer de mama, en la que me dediqué exhaustivamente a estudiar la mama, y el tipo de cáncer, ahora eso no parecía ser importante y en realidad me bastaba con saber que estaba en mí y que debía tratarlo. Por ese entonces me enteré que aquellos tumores que son de rápido crecimiento resultan a la vez muy permeables a los tratamientos y empecé a sentir que eso resultaba favorable.
Una de las cosas que me permitió comprender lo que me estaba pasando emocionalmente, fue una charla con mi médico clínico, que me explicó que todo lo que yo sentía, las broncas, el enojo, la culpa, etc., era todas reacciones normales frente a un diagnóstico de cáncer. Hay estudios realizados sobre las etapas por las que un paciente va a atravesando a medida que puede o no enfrentar aquello que le sucede y yo no me encontraba exentas de ellas.
En ese momento no pude comprenderlo totalmente, pero debía ir poco a poco dando los pasos necesarios para iniciar el camino de la recuperación.