Fabiana

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"Una historia esperaba para ser escrita, escondida detrás de años enmarañados y desprolijos, donde se fueron tejiendo múltiples fantasmas, que amenazaban a cada instante con golpear la realidad. Una historia esperaba a que una mujer se atreviera a desgajar momentos y a enfrentarse con aquellas cosas que habían, poco a poco, cargado cada instante de significado. Una historia, una mujer, la vida."

miércoles, 17 de junio de 2009

Amo la Vida- Parte VI-VII-VIII

VI

Todo parecía entonces muy extraño, por momentos tenía una vaga sensación de estar en un sueño, mientras seguía preguntándome una y otra vez ¿por qué a mí? No podía dejar de pensar ¿qué habré echo mal?, porque seguramente “algo” se me había pasado por alto, justamente a mí que era organizada y prolija…
Estas dos preguntas rondaban mi mente, hasta que pude empezar a pensar, pero muy de a poco ¿por qué no a mí? ¿ en qué me diferencio del resto de las mujeres que atraviesan por esto? La respuesta era simple y sencilla, en nada, no me diferenciaba en absolutamente nada. Yo era una mujer más de cuarenta años, sin antecedentes familiares de cáncer, con una vida organizada y tranquila, que no fumaba ni cometía excesos. Es decir era una mujer como tantas, como los millones que existen en el mundo, que revisan sus pechos ansiosamente una vez al mes buscando algún bulto extraño y que concurren a realizarse sus controles ginecológicos dos veces al año, prolija y rigurosamente.
Pero no era solamente un cuerpo que debía controlarse, era además una persona que tenía un sinnúmero de emociones apretadas, unas contra otras, contenidas y dolorosamente olvidadas. Era una mujer que había perdido a su mamá hacía unos meses, de una manera absurda e inesperada, como son todas las pérdidas. Pero también era una mujer que no había podido llorar, enojarse ni pelearse con una mamá que ya no estaba y con la que llevaba varios meses sin hablarse.
La relación nunca había sido buena, más bien todo lo contrario, muchos fueron los roces y los encontronazos, las miradas que jamás estuvieron donde debían estar y las palabras que habían desaparecido entre las dos hacía bastantes años, sin querer intentar un diálogo verdadero. Mucha ausencia y mucho dolor, muy juntos, muy entremezclados y sin destino.
Quizás entonces comencé a darme cuenta lo enojada que estaba conmigo misma por no haber hecho algo antes, cuando todavía tenía tiempo, algo que pudiera haberme dejado afuera del cáncer .Pero ¿de qué se trata hacer algo?
Luego de perder a mi mamá, había comenzado con molestias en la mama, tanta similitud y tanta paradoja entre ambas palabras.
Hacía cinco años había atravesado un cáncer diminuto, chiquito, ahora insignificante, en la misma mama, tratado a tiempo y resuelto favorablemente.
En ese entonces también habían aparecido cuestiones del orden de la maternidad que me resultaron muy conflictivas. Por esos tiempos, había perdido un embarazo, que iba a ser reparador, casi ideal.
Ya no era una madre soltera de veinte años, que se puso a prueba e intentaba demostrar al mundo como se podía hacer frente a la soledad y criar una hija, trabajando, viviendo sola y terminando una carrera universitaria. Tampoco era una madre recientemente casada, construyendo una familia ensamblada, con dos niñitas pequeñas, una propia y otra de su compañero, con un bebé fruto de la pasión y del amor más auténtico, corriendo entre los pañales y los cuadernos, mientras inventaba algo para la cena y se preparaba para una noche de amor.
En ese momento estaba tranquila, los hijos grandes y cada uno con sus ocupaciones, dos cargos de maestra y mucha más tranquilidad económica. Era “mi” momento para volver a ser madre.
Esa otra pérdida fue también dolorosa, quizás mucho más de lo que realmente deseaba admitir entonces. Luego fue encontrarme como madre de una manera frustrante, estaba mal, enojada y la adolescencia de mi hija, no era lo que siempre había soñado. Me encontré con lo peor de mí, con las respuestas equivocadas a flor de labios y siendo incapaz de sobrellevar lo que me estaba pasando.
Ahora también había aparecido la maternidad mezclada con mi enojo, pero esta vez era con mi rol de hija, dolorosamente difícil. Mi mamá no estaba y mi mama se había comenzado a enfermar.
Había acudido al médico, había realizado los estudios y nada indicaba que algo estaba mal. Sin embargo, las molestias siguieron, iban y venían, pasaban por todo mi cuerpo como quien busca donde alojarse. Primero tuve una disfonía de dos meses que me complicó trabajar de maestra jardinera y aún así lo seguí haciendo, forzando mi voz y sacando fuerzas de donde no tenía.
Esa voz que pareciera se negaba a salir, que estaba también apretada a todas las emociones confusamente olvidadas. En ese entonces también consulté a un especialista, pero no encontraba razón ninguna anomalía que me hubiera deteriorado la voz. La respuesta fue sencilla, “la estoy usando mal”, “debo reeducarla”, bueno eso vendría más tarde, yo en ese entonces no tenía ganas de dedicarme a mi voz.
Luego fueron las otitis, una detrás de la otra, los antibióticos y otra vez los controles, ahora era la voz de los demás la que costaba oír con claridad y un dolor punzante en el oído.
Casi sin darme cuenta iba pasando de un tema a otro, sintiendo malestar en el trabajo, y no pudiendo dormir bien. Hace años que trabajaba como maestra jardinera y estaba muy acostumbrada a los pequeños demandando atención a mi alrededor para ser los primeros con la seño. Siempre había sacado fuerzas de donde no tenía para responder preguntas, sostener cuadernos, atar cordones, ayudar, escuchar, jugar, crear estrategias para resolver cualquier cosa e inventar cuentos de brujas los días de lluvia, todo mediando una sonrisa. Este año no, era diferente, yo era diferente, no encontraba las fuerzas ni las ganas, los días eran interminablemente aburridos y todo era pesado y muy trabajoso. Primero fue darme cuenta que no podía con mis dos cargos, volvía a casa exhausta y con la cabeza estallando con un martilleo constante, luego fue explicarme a mí misma que necesitaba tiempo para hacer otras cosas, quería hacer terapia, quería hacer gimnasia, quería volver a estudiar francés. Entonces decidí renunciar al cargo de la mañana, pero los tiempos para mí no aparecieron porque no supe como buscarlos, hizo falta que el cáncer apareciera para sacudirme y encontrarme conmigo misma por primera vez.


VII

“Todo el mundo participa en su propia salud o enfermedad en todo momento” . La primer frase que leo del libro de Simonton me llamó la atención, siempre había creído que de una u otra forma uno podía llevar una vida más o menos saludable, pero que finalmente “el cuerpo” a veces podía jugarnos una mala pasada sin demasiada explicación ni razón. Luego de haber estudiado una carrera universitaria como psicopedagogía y de haber leído numerosos textos que explicaban las interrelaciones entre las emociones y las enfermedades, me encontraba frente a una frase que me sacudía sobremanera. En este caso era “yo” y eran mis propias emociones y conflictos sin resolver, los que habían recorrido mi cuerpo hasta encontrar un lugar donde alojarse. Pero la pregunta seguía siendo ¿por qué no pude hallar otra manera? ¿por qué había llevado mi vida al límite de perderla para poder “ver y oír” lo que mi cuerpo ya sabía?.
Estaba dando el primer paso, estaba enfrentando mis fantasmas, pero el cuerpo estaba allí transformándose a través de este cáncer, y tenía mucho miedo de no poder hacerlo a tiempo.
Con mi clásica ansiedad comencé a leer el libro, como quien lee una receta de cocina, pero no podía pasar de la primera página. Una y otra vez tenía que volver a releer los párrafos, reflexionar y detenerme a pensar. Cada palabra movía un sinnúmero de pensamientos y disparaba una serie de asociaciones que iban y venían a través de mi vida.
Como había dicho la terapeuta, los médicos iban a trabajar con aquello que estaba por encima de la línea imaginaria, pero nadie más que yo podía comenzar a buscar más allá de la superficie y comenzar a unir las piezas de este rompecabezas. Sabía sinceramente que deseaba vivir y que tenía muchos motivos para hacerlo. Había pedido inmediatamente ayuda y estaba dispuesta a ponerme en marcha para “participar” en el proceso de recuperar mi salud. Había encontrado una red gigante de contención a mi alrededor, de gente dispuesta a acompañarme en cada paso y contaba con una prepaga que mostraba disponibilidad para realizar los estudios y tratamientos que fueran necesarios, con rapidez.
Hacia unos años había visto a Daniel, nuestro entrañable amigo y compañero de vida, recuperarse de una manera asombrosa de una enfermedad llamada esclerosis múltiple. Dani, un médico excelente, había tenido un brote repentino de la enfermedad que había limitado muchas de sus capacidades, tenía dificultades sensoriales y motoras muy serias. Luego de un período de internación en el que no reconocía ni a sus afectos más cercanos, comenzó poco a poco a recuperarse. De una manera casi mágica comenzó a caminar con ayuda de un andador y poco a poco, con mucho esfuerzo y mucho tesón, empezó a recuperar sus funciones. En ese entonces le habían regalado un hermoso sillón de cuero para que estuviera cómodo, de esos que se reclinan y tienen soporte para los pies, de manera que uno pueda pasarse horas relajado y distendido viendo pasar al mundo delante de sus ojos. Patricia su mujer le dijo entonces que esperaba no verlo nunca sentado en ese sillón. Al decir esto, le estaba diciendo desde su increíble amor que había dos caminos. Uno, era decidir que su vida iba a ser a partir de ese momento, la vida de los otros, la que él iba a ver pasar y transcurrir como si no le perteneciera. Pero había otra posibilidad real, concreta, la de empezar a construir otra actitud frente a la enfermedad, la más dura sin dudas, la que iba a ponerlo a prueba a cada minuto de cada día, la que lo iba a hacer llorar, gritar y frustrarse cuando todo parecía imposible, la que no tenía descansos ni días libres, pero la que lo iba a salvar. Daniel comenzó a dar cada uno de los pasos, a ser consecuente con sus tratamientos, a dedicar su esfuerzo diario a recuperarse. Un día dejó su andador y los pasos fueron cada vez más gigantescos. Pasó el tiempo y no sólo se casó con Patricia, y criaron juntos al hijo que habían tenido, sino que viajaron, volvió a trabajar y su vida fue recuperando las cosas perdidas poco a poco y conquistando otras maravillosamente nuevas.
La actitud había estado en él desde el principio, pero también había estado el amor de su compañera y la fuerza interna que ambos pusieron para salir adelante y no dejarse vencer. Dani y su sillón se habían transformado en mi ejemplo y ese era mi punto de partida para sostener una actitud que me permitiera participar activamente en la recuperación de mi salud.
A partir del diagnóstico me había transformado en “una paciente con cáncer”, una especie en estudio y tratamiento, casi con compartimientos estancos que había que estudiar y revisar para evaluar alcances y posibilidades. Pero yo era algo más que “una mama con cáncer”, era una mujer que estaba casada con un ser increíble y maravilloso, a la que le gustaba arreglarse y vestirse bien, coqueta y seductora, con una carrera que amaba y que la llenaba de placer, con dos hijos propios y una hija que la vida le acercó, con los cuales tenía encuentros y desencuentros, pero que le hacían brotar el amor incondicional más sincero del mundo. Era un ser que había encontrado una familia que no le era propia, pero que estaba tan presente a cada instante que se había convertido en la suya para siempre. También era una persona que había logrado encontrar a su alrededor seres bellos y llenos de luz que se brindaron abiertamente.
Tenía razones de sobra para no bajar los brazos frente a esta enfermedad, no deseaba perder nada de todo esto que había encontrado en la vida con mucho esfuerzo.
Por razones muy profundas, en los últimos meses, yo me había rendido y me había sumergido en una suerte de enojo y desesperanza que habían logrado aniquilar mis defensas naturales y me había enfermado.
Decidí entonces que yo iba a poder, sabía que no sería sencillo, pero estaba dispuesta a intentarlo.

VIII

No había transcurrido demasiado tiempo desde el diagnóstico, me había realizado unos cuantos estudios para saber si el cáncer podía llegar a encontrarse en otra parte de mi cuerpo y eso se había transformado en una suerte de ansiedad constante y dolorosa. La instancia de esperar cada resultado se transformaba en agobiante y luego tenía que concurrir con todos ellos a la primera cita con la oncóloga. Hasta el nombre me parecía espantoso, ¿Qué hacía yo yendo a una oncóloga? ¿Por qué jugarreta del destino había llegado a saber sobre la importancia de un centellograma óseo?
En ese ir y venir de un sector a otro del Hospital, fui encontrado y creo que por la única razón, de que yo estaba dispuesta a hacerlo y con las emociones a flor de piel, con personas sensibles que fueron pacientes y explicaron una y mil veces cada una de las cosas que yo preguntaba. Desde la técnica radióloga que me extendió un papelito con su teléfono cuando explotaron mis lágrimas y me contuvo diciéndome que ella había pasado por lo mismo, hasta el profesional que hacía el centellograma que fue explicando paso a paso cada una de las cosas que iba a hacer, diciendo que él no podía adelantarme ningún resultado pero que parecía estar todo normal. ¿Qué era normal? ¿Normal para quién?, me preguntaba entonces.
Los resultados de los estudios fueron apareciendo poco a poco, hasta que un viernes fuimos a retirar el último de ellos. Cuando lo leímos y supimos que todo estaba bellamente limitado a la mama, definitivamente nos fuimos a festejar, como quien celebra un cumpleaños. Avisamos a todos los que pudimos la noticia con un mensajito sencillo que terminaba “nos vamos a festejar con Gus”. Quedó claro para quienes lo leyeron que necesitábamos un festejo íntimo, personal, que teníamos que encontrarnos a solas para alegrarnos y llorar, para abrazarnos y llenarnos de todo el placer que pudiéramos mientras nos repetíamos una y mil veces que todo saldría bien.
Con mi bagaje de informes , imágenes y preguntas fui a mi primera cita con la especialista, tenía una vaga idea de cómo sería el tratamiento, iba a tener que aplicarme quimioterapia de inmediato, para detener el avance del cáncer y luego , cuando se pudiera, realizar una mastectomía, para retomar más tarde nuevamente con la quimio.
En ese entonces no me preocupaba demasiado la operación, me angustiaba sí, comenzar con el tratamiento cuanto antes. Estaba ansiosa y tenía muchas dudas sobre la quimioterapia, cientos de imágenes de películas venían a mi mente casi a diario, había visto enamorarse a Julia Roberts de un enfermo de cáncer siendo ella la enfermera y había visto sufrir a Susan Sarandon en “Quédate a mi lado”. La quimioterapia me parecía un monstruo terrible que podía llegar a destruir a la persona y a quienes la rodeaban, no tenía demasiada información de cómo actuaba o los efectos secundarios, pero me asustaba lo suficiente como para descargar una batería de preguntas sobre los siguientes pasos a dar.
Ese primer encuentro con la oncóloga no fue como la había imaginado, se mostraba fría y distante, miraba los estudios como quien analiza con detenimiento un objeto de estudio. Quería gritarle que ahí estaba yo, esperando con mis preguntas y mis dudas, que tenía miedo, que no sabía como iba a ser, que necesitaba que me contuviera y me dijera que todo iba a estar bien.
Sin embargo, ella siguió manteniéndose protegida y a resguardo de mi cáncer y mi angustia, dando indicaciones y detallando cada uno de los pasos a seguir. Fue clara, fue concreta, pero habló de enfermedad y no de cáncer, no evitó decir nada, fue dololorosamente realista en cada una de sus palabras, tal vez demasiado para ese momento.
A medida que transcurría el tiempo, comencé a darme cuenta que en todo este proceso cada uno de quienes me atendían hacían su parte, miraban aquello que tenían que mirar y con detenimiento analizaban aquello que resultaba más conveniente.
Pero había en ese mirar algo que a todos se les escapaba, se trataba de mi persona, de la mujer que se asomaba más allá del cáncer, de la mama enferma, de los estudios y de los tratamientos.
Detrás de todo eso estaba yo tratando de ir más allá, de aprender, de salir adelante lo más entera posible. La medicina ponía toda su disponibilidad para atenderme pero se estaban olvidando de mis propios recursos ¿es que yo no podía hacer nada que pudiera tener algún significado?
Me resultaba difícil ceder ese espacio y entregarme en manos de la ciencia todopoderosa, sentía que había otro que nadie estaba considerando y que yo deseaba poner sobre la mesa y discutir, para sentirme parte de mi propia curación, pero entonces no podía darme cuenta que la respuesta no estaba allí en la medicina tradicional.
Eso era algo que tenía que hacer por mí misma, mi propia búsqueda interna , la que me iba a llevar a algún lugar de sabiduría que aún no podía entrever, pero intuía se encontraba dentro mío.
A medida que avanzaba en la lectura del libro comencé a plantearme cuestiones que nunca había pensado, como por ejemplo ¿cómo era posible que algunas personas con el mismo diagnóstico tuvieran resoluciones tan disímiles? La diferencia entre vivir o morir no parecía estar determinada por el estadio o capacidad invasiva de un determinado tipo de cáncer, parecía haber algo más, algo bastante más profundo, que Simonton denomina creencias individuales.
Comencé entonces a preguntarme cuáles eran las mías, a dónde me estaban llevando y a revisar cada uno de los pasos que me habían llevado hasta ese momento.
Lo primero que descubrí en mí fue movimiento, había logrado vencer el momento inicial de incertidumbre y frustración y me había puesto en marcha casi inmediatamente. Luego me encontré deseando, pero no desde la inmediatez, sino desde el anhelo que proyecta hacia delante. Quería vivir y ello me llevaba una y otra vez a nuevas metas, había decidido que valía la pena y quería lograrlo. Pero también había abierto la puerta a una sensibilidad casi desconocida, la que percibía todo a su alrededor como si nunca antes hubiera estado allí, la que sentía, olía, miraba, disfrutaba. Estaba comenzando a oír con el corazón cada palabra y a escuchar las mías, cuando salían a empellones apuradas por explicarse y justificarse.
Había recordado que hacía muchos años, cuando era todavía una niña, luego de una operación de adenoides había vuelto a casa fascinada por las cosas que estaba comenzando a descubrir. Nunca había podido oler hasta ese momento, y caminar por la calle era descubrir los aromas de las plantas, abrir y cerrar las puertas de los placares oliendo las sábanas y las toallas, destapar cada frasco de perfume era fascinante y embriagador . Creo que entonces había abierto uno de mis sentidos y estaba descubriendo lo que eso significaba, estaba siendo conciente de una manera nueva de cada una de las cosas que me rodeaban. El olor de la canela, la esencia de vainilla, las plantas de la terraza de mi casa, eran entonces mi nuevo mundo, tal como ahora lo eran todas y cada una de las cosas a mi alrededor.
Salí de esa primera visita a la oncóloga, portando nuevamente una serie de órdenes y prescripciones, con indicaciones muy precisas, tenía la fecha de la primera quimio en una semana y me había indicado medicación para tomar antes y después de la misma, para minimizar los efectos de las drogas. En ese momento mis preguntas rondaban por mi cabellera, ¿se va a caer mi pelo? ¿Cuando va a pasar? Allí sorpresivamente la respuesta de la médica, “esto es muy personal”, “cada organismo es distinto”, “puede ser en la primera”, “o quizás en la segunda”, “nadie sabe”. ¿Cómo es posible, me preguntaba, que nadie supiera?, ¿no se trataba de una ciencia que preveía resultados y anticipaba situaciones? , ahora la respuesta al tratamiento pasaba a ser “Mi” respuesta, la que mi cuerpo decidiera dar a las drogas.
Un poco confundida, me rondaban en las mentes algunas indicaciones sobre la alimentación que debía respetar a rajatabla. La dieta era especial para la quimioterapia y en las primeras veinticuatro horas debía ser sólo líquidos fríos, quizás helado, pero de agua y todo eso por la simple razón de evitar las llagas en la boca, que seguramente iban a aparecer. Todas mis mucosas iban a reaccionar al tratamiento y estaban primeras en la lista de efectos adversos. Luego estaban también la baja de defensas que podía llegar a ocurrir y por eso debía mantener una dieta de alimentos cocidos durante los primeros diez días, y cuidarme de tener cerca de personas enfermas, aunque más no sea de un simple refrío.
Todo era demasiado, de repente me acordé del mate, no lo había preguntado, podía o no podía y ahora ¿a quién se lo pregunto? ¿Y que pasará si tomo un poquito, se desatará un desastre universal? Eran demasiados datos, demasiada información, allí estaba nuevamente delante de la orden, dispuesta a pedir turno para hacer una quimioterapia con un cóctel de drogas que después me enteraría era uno de los más fuertes.
Así llegué a Norma, un ángel que yo había conocido hacía cinco años….
El lugar donde estaba su escritorio era cerca, pero por alguna extraña razón de distribución del hospital era necesario subir y bajar escaleras, atravesar neonatología y debajo de una escalera, casi escondido, allí estaba. Detrás de él, estaba Norma con sus papeles, sus carpetas, su teléfono, las historias de las pacientes que como yo llegaban para organizar sus quimios.
En seguida la reconocí. La miraba atender a una mujer que estaba antes que yo y algo en su tono de voz me remitió hace cinco años, cuando apareció mi cáncer chiquitito y minúsculo y tuve que operarlo. En ese entonces estábamos muy asustados, nos había tomado de sorpresa y tenía particularmente yo, mucho miedo de la cirugía.
Norma entonces trabajaba en otro lugar, en otro sector del hospital y parecía una empleada administrativa común y corriente, diligente, segura y si bien hablaba con calidez lo hacía con firmeza. No parecía alguien con quien uno se quedaría horas hablando del tiempo, del dolorcito ese de la rodilla o del programa de ayer a la noche en la tele. No, Norma era diferente, hacía su trabajo, no tenía tiempo para perder, había muchas pacientes esperando ser atendidas.
Cuando llegó mi turno, ella me miró a los ojos, creo que el miedo brotaba a mi alrededor por cada uno de mis poros. Sostuvo la mirada, sin siquiera mirar la orden de operación y comenzó a hablar, despacio, tomándome la mano, tranquilizándome y transmitiendo mucha paz.
Sus palabras iban más allá de mis propios oídos, me traspasaban hasta llegar a mis vísceras más escondidas, allí donde habitan los sentimientos y el alma de las personas.
De pronto todo había desaparecido, no había nadie más junto a mí y hasta Gustavo que me acompañaba se sintió fuera de esa magia inesperada. Algo estaba pasando , algo muy difícil de explicar y transmitir. La escuché hablar de mis hijos, como si los conociera, y de cada uno de mis miedos, como si pudiera leer lo que tenía en el corazón y la mente en ese exacto momento. Me dio confianza y valor, me habló de lo mucho por hacer y de la Fe, que tenía que buscar adentro mío.
Durante todo ese tiempo, no podía dejar de llorar, , había escuchado sus palabras, la había escuchado hablar de mis fuerzas como si me conociera de toda la vida, la había oído hablar de Fe y me había sentido en paz, por primera vez en mucho tiempo.
“Norma es un ángel”, me dije a mi misma. ¿Cuáles serán esas fuerzas? ¿Por dónde empezar a buscarlas? Ciertamente tenía razón, en ese momento deseaba la Fe que no tenía.
Esta vez la escuchaba hablar con otro paciente, su voz era la misma, pero ella hablaba de horarios y turnos, y nada hacía suponer que alguna vez hubiera sido posible una conversación íntima como la que yo había tenido.
Era mi turno de pedir la primer quimioterapia, habían pasado cinco largos años , Norma levantó la vista de los papeles, me miró y se limitó a decir “esos ojitos yo los conozco…”, continuó hablando y llenándome de paz. De pronto dejaron de importar los papeles y los horarios, nuevamente me hablaba directamente al alma, olvidándose de que era una empleada con gente esperando.
Me habló de la mochila que estaba cargando, la que no me dejaba avanzar, la que tanto me dolía, la que parecía destinada a acompañarme, aunque me propusiera no mirarla. Me hablaba de aprendizajes y de cosas que debía dejar atrás para curarme, de una vez y para siempre. Volvió a hablarme de mis hijos y me dijo que esta vez, mi curación dependía de mí y de lo que yo hiciera con lo que me estaba pasando.
La quimio iba a ser una experiencia personal, que me iba a exigir mucha paciencia y fortaleza. "Es propia de cada paciente", me dijo muy segura. Me habló , de escuchar mi propio cuerpo cuando éste se expresara y me pidiera que lo tuviera en cuenta para dar el siguiente paso . Me habló de respetarlo, cuando me marcara el límite.
Todo estaba allí, era mi propio saber y eran mis propios pasos quienes iban a caminar este camino.
A partir de ese día vi a Norma muchas veces para pedir turnos para el tratamiento, la vi atender a otras personas y la vi atenderme a mí, si bien mantuvimos conversaciones muy cordiales y afectuosas, no volvimos a tener un encuentro como este sino hasta mucho tiempo después.
Poco a poco fui construyendo la seguridad que necesitaba para enfrentar esta nueva etapa, alejando fantasmas y miedos, buscando entre mis propias fortalezas aquellas que pudieran serme útiles en ese momento.
Estaba comenzando a mirar en mi propio espejo interno y a encontrar en él las cosas de las que siempre había querido escapar, a poner las palabras cada una en su lugar para nombrar lo que me estaba pasando y así poder aprender a caminar de nuevo.

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