Fabiana

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"Una historia esperaba para ser escrita, escondida detrás de años enmarañados y desprolijos, donde se fueron tejiendo múltiples fantasmas, que amenazaban a cada instante con golpear la realidad. Una historia esperaba a que una mujer se atreviera a desgajar momentos y a enfrentarse con aquellas cosas que habían, poco a poco, cargado cada instante de significado. Una historia, una mujer, la vida."

miércoles, 24 de junio de 2009

Amo la Vida - Parte XI

XI

Tenía la fecha para mi primera sesión de quimioterapia y las indicaciones de la oncóloga respecto de los cuidados que debía tener. La preparación comenzaba el día anterior con la medicación que debía tomar para evitar las náuseas y disminuir los efectos. Para no perder la costumbre, hice un cuadro que prolijamente coloqué en la puerta de la heladera, con los horarios de las diferentes pastillas y la dieta de la primer semana. Allí estaban también los síntomas de alarma que debían hacerme ir a la guardia sin dudarlo. Una y otra vez releía las instrucciones y la dieta, parecía sencillo, nada de verduras o frutas crudas por la neutropenia, nada de fiambre ni de cosas irritativas. A simple vista se parecía bastante a mi dieta cotidiana, muchas verduras, carnes, pollo, agua saborizada, no creía tener demasiado problema con llevarla a cabo. También estaba la recomendación de nuestra amiga Patricia, médica, que aconsejaba extender a quince días la limitación de cosas crudas, porque en realidad nadie sabe en que momento exacto comienzan a recuperarse los glóbulos blancos.
En ese entonces no sentí miedo ni preocupación, estaba tranquila y dispuesta a recibir la medicación que iba a curar mis células. Mi hija mayor, Mailén, me había preparado en el MP3 una carpeta con música para meditar, mientras yo trataba una y otra vez de entender cómo era el funcionamiento pero me resultaba imposible y me maldije no haber intentado aprenderlo antes. Tenía mi carpetón de cartas y dibujos, tenía mis mails, mis buenos deseos y mis energías bien juntos en un bolso de mano. Allí, pegados a una figura de cerámica chiquita, frágil, cargada de amor que me prestó Marce, que había hecho la mamá que ya no tenía. Allí estaba su recuerdo cargado de amor para acompañarme.
Cuando llegue al sector de la quimio que yo imaginaba como una sala de espera, me encontré con gente de lo más variada, mayoritariamente mujeres de distintas edades. El sector tenía sillones comodísimos y varios televisores, la gente conversaba amistosamente y parecía que muchos de ellos se habían encontrado varias veces en la misma situación. Todo transcurría en un clima de armonía y por momentos se asemejaba más a una peluquería que a las imágenes que mi conciencia había capturado de la televisión o del cine.
Me llamó la atención que las mujeres parecían más vitales y animadas y sin entrar a discurrir en cuestiones de género, me pregunté si se trataría de esta fuerza interior que nos lleva a sobreponernos a las situaciones más difíciles, casi imposibles de resolver, allí donde los machos proveedores se derrumban y aflojan su poder.
Sin lugar a dudas, se notaba que era mi primera vez, trataba de comprender todo lo que observaba con los ojos bien abiertos y lo que no resultaba un detalle menor, tenía mi cabellera larga enrulada, con reflejos, moviéndose sobre mis hombros casi como un desafío.
Roberto, atento y paciente como siempre, resultó ser el enfermero que después me iba a acompañar en las otras aplicaciones, se acercó y me dijo:
-“te voy a presentar a alguien. Estaba como vos y hoy es su última vez, ya termina”.
Entonces se alejó y llamó a una mujer de cabello cortito, sonriente y simpatiquísima, con la que estuvimos charlando un buen rato. Se la veía tan radiante y feliz y contagiaba una vitalidad tan impresionante que había logrado disipar las pocas dudas con las que yo había llegado. Hablamos de la pérdida del pelo, de los beneficios de no tener que depilarse por unos meses y de lo rápido que iba a crecerme después.
Hacía una semana habíamos buscado con Gus un lugar para comprar una peluca, quería estar preparada para el momento en que perdiera mi cabello. Si bien esto no me angustiaba, quería verme bien y seguir sintiéndome atractiva. Elegí un par de pelucas, una más larga que la otra, bastante similar a mi pelo natural, con rulos y flequillo. Me las había probado frente al espejo y no lograba reconocerme, mi pelo abultaba por debajo y no me permitía calzarlas con comodidad, pero igualmente estaba contenta.
Al mirar a mí alrededor no observaba “gente enferma”, veía sencillamente gente que había ido acomodándose a los cambios que produce la quimio, que estaba de buen ánimo y que hablaba de cosas positivas. Algunos un poco más, otros un poco menos, pero esa sala era un espacio de vida impresionante, donde todos compartían sus recursos y recetas con los demás, mientras se brindaban apoyo y sostenían una sonrisa.
Cuando escribo “gente enferma”, pienso en los montones de personas que he conocido a lo largo de mi vida que ante un simple resfriado parecen colgarse el cartel que dice “estoy mal”, se bajonean, maldicen su suerte, hablan de sus síntomas y de lo mal que se sienten, de manera continua. Es ahí donde yo creo firmemente en la elección de cada uno de nosotros, no ya sobre las circunstancias que nos toca atravesar, sino en las respuestas que damos a las mismas.
Mi primera quimio transcurrió tranquilamente durante cuatro horas, mientras Gus iba y venía a mí alrededor y subía y bajaba a tomar café al bar. No sentía nada especial en el cuerpo, la medicación pasa a través de varios sueros de manera bastante lenta, tiempo en el que uno puede charlar, descansar, mirar la tele, leer.
En esos momentos pensé que este tratamiento iba a requerir de mucha paciencia, por sobre todas las cosas, no había nada que pudiera yo hacer que no fuera estar allí sentada cómodamente .Sin embargo, mientras lo observaba a Gus moverse, hablando por celular, haciendo preguntas, conversando, cuidando que me sintiera relajada y tranquila, supe que estaba poniendo tanta energía y amor en esos momentos que se había olvidado por completo de su aversión a los hospitales, médicos y agujas. Allí estaba él, paciente de la manera que podía, dispuesto a transformar ese momento, y hablando de tantos otros en los que fuimos felices, increíblemente felices. El traer esos recuerdos traía al presente el placer compartido, las risas, la intimidad, las charlas cómplices, las anécdotas cotidianas, el café de cada mañana…
Así, como había sido el parto de Julián, estábamos ahora quince años después. En ese entonces, nos habían dejado solos en la sala de partos en penumbras, esperando una dilatación interminable, con música de Vangelis de fondo y charlando. Así esperamos que Julián asomara a este mundo, entre las mismas charlas íntimas que ahora me transportaban a través de tantos años. Íbamos y veníamos en el tiempo, como quien pasea por un álbum de fotos y se detiene para reírse un rato del peinado que usaba entonces. Así estábamos ahora, otra vez como al principio.
Los primeros días después de la aplicación estaba muy cansada, a medida que mis defensas iban bajando más y más. Me sentaba en el sillón del living y me dejaba mimar mientras recibía llamados, contestaba mensajes de texto, usaba la computadora y leía. El cuerpo se sentía como si hubiera recibido una terrible gripe de golpe, cada movimiento costaba, subir y bajar las escaleras se había transformado en una odisea, pero lo seguía intentando con mi mejor sonrisa.
Salía a caminar por la manzana de mi casa como quien emprende un safari, envuelta en una campera y bastante cansada para admitir que hubiera preferido quedarme en el sillón, pero tomaba estas caminatas como un desafío. Olga, la señora que trabaja en casa, se abrigaba y salíamos juntas a caminar por el Barrio Inglés, así, del brazo y conversando de las cosas más simples, paseábamos sin apuro.
En unos días iba a ser el cumpleaños de Marce y habíamos decidido juntarnos en casa con mis amigas del jardín, para compartir algo rico. La única condición era entonces la de no traer virus encima, como si eso fuera posible, tenía que mantener alejados los resfríos y catarros de casi todo el mundo, porque cualquiera de ellos podía transformar mi neutropenia en una visita al hospital.
Allí estaban ellas, atentas a todo, llamando incesantemente, preguntando como me sentía y mostrándose más cerca que nunca.
-“Date permiso para lo que necesites”, me decían entonces ellas. Infatigables, mandaban mensajes, respetaban mis tiempos, acompañaban mi espera y de alguna forma iban descubriendo lo que era una quimio a medida que yo también hacía mi propia experiencia. Me encontré una y mil veces explicando qué era una neutropenia a quien quisiera escuchando y relatando que el pico máximo era a los siete días de la aplicación. Allí mis glóbulos se encontraban en el punto más bajo, de allí en más comenzaban a recuperarse, hasta el próximo ciclo.
Tenía señales de alarma que debía tener en cuenta, la diarrea, los vómitos, la fiebre alta. Ninguno de estos síntomas había aparecido y a excepción del cansancio agobiante me sentía muy bien.
Sara, mi increíble suegra, la misma que merece un capítulo aparte por la fuerza que blandió en esos tiempos, me encontró un jueves incapaz de mantenerme despierta y de levantarme del sillón. Se trataba del día en el que las drogas alcanzaban su punto máximo, entonces levanté un poco de temperatura e hicimos lo que debíamos hacer, acercarnos al hospital. Allí comenzaron la batería de análisis, radiografías y estudios que concluyeron finalmente en lo que ya sabíamos: la temible neutropenia había llegado a mi cuerpo. Como explicarles a los médicos que me dolía un poco la garganta, que era solo eso, que también estaba resfriada sin saber como había logrado un virus atravesar las millones de veces que usé alcohol en mis manos, mis propios cubiertos y mi propia toalla.
Allí estábamos, siendo informados de que resultaba mejor mantenerme aislada en casa, en mi cuarto, tomando antibióticos, y sin estar en contacto con nadie, antes que dejarme internada en el hospital, por el riesgo de posibles infecciones.
Así volvimos a casa, provistos de barbijos y remedios, sin nada más que fiebre indicando algún tipo de infección que nadie sabe donde podía llegar a estar y debiendo encerrarme en mi cuarto.
Como explicarle entonces a todos los que me atendieron que ese fin de semana era el día de la madre, que me sentía asustada y que no quería estar aislada en mi cuarto, quería seguir en mi sillón, con Bono, mi perro, saltando entre mis piernas, tirando de mi frazada y con los mimos de mi familia.
Era eso o estar internada, así volvimos.
Usar el barbijo me pareció entonces la primer señal hacia el mundo de que estaba enferma, sentía que me miraban sabiendo que algo no estaba nada bien.
Esos días en casa fueron una primera prueba para todos, tenían que aprender a funcionar “entre ellos”, desde hacer las cosas más sencillas a organizarse para hacer las compras, preparar la comida, pasear al perro y mantener cierto orden.
Descubrieron cómo hacerlo, un poco se pelearon y otro tanto pusieron de sí cada uno para salir adelante. Al empezar a buscar sus propios recursos se fueron encontrando con cosas que no sabían que tenían construidas, cosas de las que eran capaces y quizás estaban tapadas por esta súper mamá que no dejaba tantos espacios libres.
Allí fueron apareciendo las graciosas y tiernas notas que me pasaban por debajo de la puerta.“Mami: estamos con la abuela en la cocina. Te quiero mucho. Cualquier cosa nos llamás. Beso grande. Mai”. Allí estaban ellos, gritando que estaban cerca aunque no pudiéramos abrazarnos y reírnos juntos, ni tomar mate y comer medialunas en la cocina.
Allí estaba Juli, acercándose a la puerta del dormitorio y haciéndome reír con sus locuras, tan increíblemente gracioso, tan humano, tan sensible, tan adorablemente adulto por momentos. Desde el marco la abría y la cerraba haciendo caras mientras gritaba que sus virus querían entrar a verme.
“Fabi! Estoy acá abajo, siempre lista. No me aflojes. ¡Vamos Fabi todavía! Te quiero mucho. Muchos besos, aunque más nos sea , de lejos .Sari”. Tierna y maternal como siempre, disponible con su afecto, así como es ella, como una madre.
Victoria me había regalado entonces una libreta chiquita, artesanal, traída con el olor de los bosques de Cariló entre sus páginas y directo a mi habitación. Allí había escrito:”Fabi: Te escuche decir que tenías ganas de escribir. Este cuadernito es para que te acompañe a todos lados y lo hagas. Para las cosas lindas y las cosas tristes, para gritarlas, llorarlas, decirlas bajito. Te quiero. Vic”.
También estaba Gus infatigable, subiendo y bajando las escaleras un millón de veces por día, con una bandeja, con un remedio, un vaso de agua, con un gesto tierno, o tan solo para hacerme compañía.
Estaba Olga que se acercó para ayudar en esos días sólo porque lo deseaba, arreglando mi cuarto y mi baño y organizando un poco la cocina.
Así pasamos mi primera neutropenia, yendo al hospital a controlar mis valores todos los días, resguardada con mi barbijo y saludando desde lejos a todos.
Había sido un día de la madre diferente y más que especial, no había sido comercial ni de compromiso, habíamos estado más juntos que nunca, y casi sin quererlo habíamos aprendido a escribir la palabra MAMÁ al mismo tiempo , mostrando orgullosos nuestros logros, esperando el alta médica para darnos el abrazo interminable que nos debíamos.

(continuará)

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Gracias Fabi, gracias, gracias, gracias. te adoro y te admiro. Marce

Carmen dijo...

Querida Fabi: no he podido sustraerme de seguir leyendo la historia en tu blog. Me seguís llenando de admiración por tu capacidad de lucha y la apertura a una nueva vida llena de esperanzas. No sé cuando transitaste este camino o si lo estás haciendo. En cualquiera de los casos, yo que soy agnóstica, te mando todos los pensamientos y energía positiva para que se junten con la de las personas que te conocen y te aman. Un abrazo muy fuerte.