Fabiana

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"Una historia esperaba para ser escrita, escondida detrás de años enmarañados y desprolijos, donde se fueron tejiendo múltiples fantasmas, que amenazaban a cada instante con golpear la realidad. Una historia esperaba a que una mujer se atreviera a desgajar momentos y a enfrentarse con aquellas cosas que habían, poco a poco, cargado cada instante de significado. Una historia, una mujer, la vida."

jueves, 23 de julio de 2009

Del cáncer a la transformación- Parte XV -

XV

Los últimos meses habían transcurrido de una manera vertiginosa, entre el diagnóstico, el ir y venir por el hospital detrás de algún estudio o algún médico y más tarde las visitas cada tres semanas para realizar las aplicaciones de quimioterapia me habían dejado exhausta y con la sensación de que el tiempo transcurrido se contaba con muchísima más lentitud que la habitual. Allí estábamos, llegando a fin de año y habiendo construido algunas certezas acerca del cáncer y las posibilidades de recuperación. Estas se iban incrementando cada vez más, la respuesta al tratamiento resultaba muy buena y me encontraba lista para poder enfrentar una operación que desde el comienzo se había presentado como difícil de llevar a cabo. La fecha era incierta ya que dependía de la respuesta clínica de mi cuerpo, pero habíamos establecido un acuerdo con el cirujano para llevarla a cabo los primeros días de enero.
En principio, me surgían preguntas sobre la misma, muchas de las cuales no tendrían respuesta sino hasta que la misma ocurriera. No podía adivinar de ningún modo cuáles iban a ser mis sentimientos, ni como iba a sentirme respecto de mi nueva imagen corporal, ya sin mi mama izquierda y libre del tumor, iba a tener un tiempo de drenajes que era incierto y se anticipaba bastante incómodo, para luego dar paso a una recuperación progresiva de la movilidad del brazo.
El médico respondía pacientemente a cada una de mis preguntas, sin dar más información que la que yo iba solicitando. Mis dudas surgían poco a poco, y cada vez que una de ellas se despejaba, aparecía otra y otra y así sucesivamente. Con su manera entre protectora y bonachona había podido decirme las cosas más duras, sin entrar en eufemismos ni realidades diluidas. Pero también lo había escuchado expresar alguna vez “no tengo dudas que vas a salir adelante, sos un torito…”, mientras me tomaba de la mano.
Entonces no estaba segura de todo lo que eso implicaba, pero creo que él estaba mucho más convencido de algunas de mis capacidades de lo que yo podía llegar a estarlo en ese momento. Me había visto enfrentar la enfermedad y el tratamiento hacía cinco años, sabía que tenía una paciente dispuesta a no bajar los brazos y a su manera, se encontraba jugando lo que nosotros comenzamos a llamar “una partida de ajedrez”. Cada movimiento parecía minuciosamente medido y estudiado al tiempo que parecía realizar un análisis muy detallado de todas las respuestas de mi cuerpo, para delinear el paso siguiente, o en su defecto, la siguiente jugada.
Así me encontró diciembre, haciéndome preguntas, preparándome para una operación y organizando una mudanza que habíamos decidido ya varios meses atrás, sin siquiera imaginar todo lo que después ocurriría en nuestras vidas.
Hacía bastante tiempo habíamos tomado la decisión de encarar el proyecto de cambiar de casa, como tantas veces lo habíamos hecho en estos años juntos , así, provocando la desesperación de quienes nos rodeaban y se limitaban a decir entre sonrisas: “¿otra vez?”
En nuestra historia como familia habíamos atravesado muchas mudanzas, tantas, que mi sobrina, había aprendido el concepto de nómades y nos comparaba con las tribus que iban y venían con su toldería.
Sin embargo, cada uno de estos cambios había resultado enriquecedor y lo habíamos vivido como una situación de crecimiento , defendiendo el concepto de que las paredes acompañaban los cambios de la familia a través de los años, convirtiéndose en una suerte de telón donde transcurrían todos los momentos. Nuestra pregunta siempre había sido “¿qué necesitamos para vivir?”, la respuesta era simple y sencilla y nunca la habíamos encontrada atada a nada que fuera tangible y que pudiera ubicarse en alguna dirección geográfica.
En esta ocasión, nos íbamos a trasladar durante un tiempo bastante prolongado a la casa de mi papá, para construir nuestra futura casa y esto no dejaba de resultarnos un enorme desafío.
Hacía unos meses nos habíamos encontrado frente a esta necesidad y la habíamos discutido largamente en pareja, en familia y en soledad, buscando alternativas, que nos resultaran menos dolorosas. Cada uno de nosotros tenía miles de razones para no hacerlo, creo que principalmente porque nos costaba desprendernos de un lugar donde habíamos vivido tantas cosas y de una manera tan intensa. Por primera vez , sentíamos esas paredes casi como una parte de nuestras vidas, habíamos hecho nuestro ese pedacito de jardín que se asomaba al fondo de la casa, habíamos desayunado largamente los domingos con el sol sobre nuestras cabezas, nos habíamos reído en la pileta jugando como chicos, habíamos tenido cenas románticas, luz de velas y extensas jornadas con música y adolescentes, había habido cumpleaños y amigos festejando de todas las edades, había habido asados y sobremesas en familia, sin dudas, habíamos construido una historia.
Aceptamos el desafío y decidimos poner manos a la obra para organizarnos con tiempo, dedicándonos a embalar con paciencia y mucha dedicación aquellas cosas que deseábamos conservar y que debían permanecer guardadas por un período que se nos hacía eterno. De muchas otras tuvimos que desprendernos poco a poco y con algún dolor.
En ese momento agradecí haber sido la mujer obsesiva que prolijamente separó, guardó, regaló y embaló todo lo que iba encontrando a su paso con más tiempo del necesario, ya que no hubiera podido hacerlo más tarde.
Sin embargo, a pesar de haber repetido el procedimiento innumerables veces en tantos años de vida juntos, quizás este fue el proceso más costoso emocionalmente, ya que había cosas que no podía guardar en cajitas, por diminutas que fueran, ni las podía encerrar en una mirada para no olvidarlas jamás. Esas, se habían transformado en las verdaderamente importantes.
Hace mucho tiempo y no recuerdo dónde, había escuchado a alguien hablar de un sistema para seleccionar lo importante de conservar de aquello que nos resulta prescindible. El sistema implicaba separar en tres cajas las cosas que íbamos encontrando en el proceso. En una de las cajas, debían ir las cosas de las que definitivamente estábamos seguros que queríamos desprendernos. En otra caja, las que deseábamos conservar y que bajo ningún concepto nos permitíamos dejar. Finalmente, en una tercera iban las que no tenían destino, las dudosas, las que nos hacían confundir hasta no poder optar por tomarlas o dejarlas ir. Al poco tiempo, uno debe tomar esta tercera caja y recomenzar la tarea, hasta que todo encuentre su lugar.
Adopté este sistema como propio y me desprendí de aquellas cosas que realmente no deseaba conservar en mi vida y que no sabía por qué razón seguía llevando conmigo a todos lados. A otras, las guardé con mucho amor para llevarlas adonde fuera, aunque se tratara de un pequeño papel con una dedicatoria, un libro viejo o una foto.
Cuando terminamos de guardar, me sorprendió darme cuenta que las cosas verdaderas, aquellas que se iban trasladando conmigo a todas partes, podían ser las menos valiosas para los ojos de los demás, y esas, eran las únicas que yo realmente necesitaba.
Acostumbrarme a vivir con mi papá no resultó sencillo, pero me permitió reencontrarme con muchas partes de una historia que no conocía, aunque fuera la mía. Esa historia estaba cargada de gestos, de desencuentros, de respuestas erradas, de actitudes esquivas y de olvidos significativos, que habían estado allí esperando que yo los recogiera uno a uno, para enhebrarlos y darles un sentido.
En su casa tuvimos que armar un espacio propio, y transformarlo en “nuestro”, con señales propias guardadas en un simple portarretratos, en una taza de café del juego de la cocina o en la textura de nuestras propias sábanas. Así de simple y así de maravillosamente complejo.
El final del año nos encontró derribando una casa, pero no cualquier casa, sino “la nuestra” , para construir poco a poco las bases de otra, que estaría allí esperando con sus propias paredes las nuevas historias que iríamos a vivir. Este iba a ser un proceso lento y trabajoso, seguramente con avances y retrocesos, dónde iban a existir momentos de crisis y de los otros, pero era un proceso necesario y nos iba a llevar un tiempo.
Todo parecía tan confuso y extraño y sin embargo, tan similar a lo que sucedía en mi interior. El cáncer había llegado a mi vida poniendo todo “patas para arriba”, haciéndome cuestionar cada una de las cosas que me rodeaban hasta el punto de reencontrarme con mi propia esencia, mi propio yo perdido y abandonado y con todo aquello que había elegido no saber a lo largo de mi vida, porque simplemente no me atrevía a ponerlo sobre la mesa. Había cosas por abandonar que siempre había llevado conmigo, había cosas por derribar y cosas por construir, pero también había un futuro esperando mis sueños una vez más.

2 comentarios:

clara mazza dijo...

Hola Fabi, me gustó mucho tu blog. Desde un lugar sencillo y sin falsas valentías, nos relatas como pudistes vencer el miedo y el espanto. No sirve a todos, para dominar situaciones que nos llevan mas allá de la sorpresa.
Mucha vibra , y no dudo, como tampoco vos, de que llegues a entender, modificar, enriquecer, todo lo que sea necesario para lograr lo que te propones.
Para ello, también contás con toda la energía de los que te conocemos y te queremos
Cariños
Clara

Rayuela dijo...

Gracias Clara! No se adonde me va a llevar la vida, ni cuantas transformaciones y aprendizajes me tiene aún deparados (espero que muchos) pero al menos el estar despierto y atento te abre los poros a todas las cosas que te rodean. Gracias por tus mensajitos y palabras! Fabi