Fabiana

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"Una historia esperaba para ser escrita, escondida detrás de años enmarañados y desprolijos, donde se fueron tejiendo múltiples fantasmas, que amenazaban a cada instante con golpear la realidad. Una historia esperaba a que una mujer se atreviera a desgajar momentos y a enfrentarse con aquellas cosas que habían, poco a poco, cargado cada instante de significado. Una historia, una mujer, la vida."

viernes, 31 de julio de 2009

Del cáncer a la transformación - Parte XVI - XVII - XVIII

XVI

Había llegado el día de la operación y me sentía realmente tranquila, me había preparado cuidadosamente siguiendo todas las indicaciones y había llegado al hospital muy temprano, cuando comenzaba a amanecer.
En esta ocasión, había decidido utilizar las técnicas que había aprendido para relajarme, las que hasta el momento estaban dando mucho resultado. Había meditado larga y profundamente el día anterior, en varias oportunidades, para mantener el estado de equilibrio y no dejarme apabullar por la ansiedad que me rondaba.
Esa mañana me había bañado y a pesar de los tumultuoso de los últimos días, me había detenido a observar mi mama por última vez, así, con detenimiento, casi como una despedida, tratando de registrar mis emociones como quien absorbe todo lo que sucede a su alrededor. En silencio, agradecí los increíbles que habían sido los días previos, después del año nuevo. Gustavo se había transformado en mi compañero inseparable y habíamos andado prácticamente juntos de la mañana a la noche para luego seguir haciéndolo, de la noche a la mañana. Primero las rutinas de trabajo, recorrer las obras e ir al estudio, luego almorzar en algún lugar tranquilo y más tarde dedicarnos a encontrar algún lugar donde robarle al día un par de horas sólo para nosotros, para dejar la peluca a un costado y dedicarnos al placer de encontrarnos. Se que entonces se encontraba ansioso y que deseaba más que nada en el mundo que yo estuviera tranquila, por eso buscaba llenarme de mimos y ternura. Por mi parte, quería transmitirle mi paz y agradecerle infinitamente lo buen compañero que había demostrado ser.
Había conocido a varias mujeres que no tuvieron la misma suerte, a quienes al dolor y al temor que representa estar enfermas de cáncer, le habían adicionado otro mayor. En algunos casos, la soledad obligada de no tener con quien compartir lo que una va sintiendo, los procesos y las angustias profundas. En otros, los hombres que huían despavoridos, incapaces de sostener siquiera la mínima mirada. Unos cuantos, se encontraban con su mujer y a pesar de acompañarlas en el peregrinar de consultorio en consultorio, no podían dejar de verlas como “enfermas”, sin cabello y con la quimioterapia marcada en el cuerpo. Las he escuchado aceptar el rechazo, el desinterés y la falta de ternura como si fuera la única respuesta posible de sus compañeros. Allí estaba yo, jugando al amor entre sábanas que no eran mías, con un compañero que seguía sosteniendo que mi pelada redonda le parecía sexy, que me encontraba más linda que nunca y que después de dieciséis años era capaz de reconocer las cosas que yo maravillosamente deseaba. En esos días aprendí lo que era el Amor, así, con mayúsculas y negrita.
Esa mañana había preparado todo lo que iba a llevarme, con mucho cuidado. Había guardado prolijamente las cartas, los mails y los dibujos que me habían mandado los chicos, junto a la figura de cerámica que me había prestado Marce, tan sólo hasta que me recuperara. Pero también tenía la Fe prestada de todos los que sí creían con fuerza y habían depositado respetuosamente sus buenos deseos en sus propios santos. Casi como un aprendizaje, había armado en la compu de casa, un collage de imágenes, que quería tener a mi lado antes de ir al quirófano. Había elegido las fotos que más me gustaban de los chicos, de Gus y de mí, de Sara y de mi papá, y también de las chicas, así, las cuatro con cara de salida de mujeres. Había incluido deliberadamente a los novios de Mailén y Victoria, porque ellos también se habían transformado en parte de nuestra familia, habían comenzado a aparecer tímidamente en la cena de nochebuena y se habían mostrado pendientes y preocupados por contener a las chicas de la manera que ellos sólo podían hacerlo.
También tenía conmigo un frasco de agua bendita que Mai me había acercado, de la mamá de Juan que ponía sus rezos a mi disposición y que tan bien se incluía entre los afectos que recibía mi hija por ese entonces.
Casi sin pensarlo estábamos haciendo los trámites de internación, que resultaron muy rápidos y sencillos y habíamos comenzado a caminar hacia el sector de los quirófanos. ¿Pero cómo, no voy a ir primero a una habitación? Preguntaba sin entender. La respuesta era sencilla, el médico ya estaba esperándome y podíamos comenzar con los preparativos para la operación enseguida. Después me asignarían un cuarto. Como explicarle entonces a la empleada diligente y amable, que yo había fantaseado las cosas de otra manera ¿por qué las estaban cambiando? ¿No sabían que yo necesitaba un tiempo, mi propio tiempo, para acostumbrarme y repetir una vez más mis rituales de relajación y meditación, acomodar las fotos que había preparado para mirar antes de operarme, hablar con Gus , tranquilizarlo y mostrarme segura, para luego colocarme el camisolín, quizás hacer alguna broma y dejarme llevar por los pasillos del hospital?
Todo comenzó a suceder vertiginosamente, primero pasar la puerta del sector de quirófanos, entrar a un box y desvestirme, colocar mi ropa en una bolsa de plástico y entregársela a Gus, que en un abrir y cerrar de ojos estaba ahí, parado, con todas mis cosas en una simple bolsa de basura y despedirnos así, sin demasiadas palabras, con un beso cortito y aséptico. De pronto me acordé de Juli y Mai, estaban solos, quería abrazarlos pero no podía hacerlo, quería gritarles que estaba bien y que se quedaran tranquilos. Él, creciendo tan de golpe y demostrando que podía ser un hombre a pesar de sus quince años. Ella tan chiquita, tan vulnerable, tan frágil en sus afectos y tan mujer en el alma y en el cuerpo, pero estaba su papá, el que la vida le había acercado sin proponérselo y sólo por amor. Estaba él, para contenerla y abrazarla y para darse mutuamente, la fuerza y la confianza que necesitaban.
Más allá de lo que la sangre escribe en nuestras células, habíamos construido una familia, paso a paso, aprendiendo a conocer y a aceptar a las personas que habían ido apareciendo en nuestras vidas, descubriéndolas en gestos y comenzando a amarlas como si siempre hubieran estado allí.
La familia que creamos estaba gritando presente de una manera tangible, nos pensábamos, nos cuidábamos, nos queríamos, estábamos disponibles para acompañarnos cuando fuera necesario.
Estábamos repletos de lazos sin nombre, pero increíblemente fuertes, que desdibujaron aquellos otros que no estaban y que en realidad nunca habían estado.
Lo único que tenía a mano entonces, era el frasco de agua bendita, que me había quedado en la cartera. Decidí violar la asepsia echándome encima unas cuantas gotas, antes de despedirme de Gus.
Inmediatamente apareció mi médico, para hablarme y acompañarme en la camilla, mientras me tomaba la mano. Me sentí segura y contenida, y recién entonces me pude relajar. No sólo me entregué a sus manos y a su sabiduría, sino que me dispuse a confiar esta jugada a sus propios movimientos. Los cirujanos son una rara especie, dice generalmente la gente, el mío sin duda, era único, era además una bella persona, que esperó pacientemente a que me quedara dormida, sin dejar de hablarme y tomándome de la mano una vez más.Atrás había quedado Gus con la bolsa, en una imagen que se me antojo difícil.
Afuera, en el bar de la esquina, se iban encontrando poco a poco Vicky y Mai, con Sara, más tarde Juli y Gus respondiendo incesantemente llamados y mensajes de texto, mientras calmaba las angustias de todos.
En todos estos meses había pasado por muchos estados de ánimo diferentes, alguno de los cuales parecían incontenibles para quienes me rodeaban, pero siempre había encontrado un lugar para gritar, llorar, enojarme, mostrarme confundida y hablar de mis fantasías de muerte. No me había sentido aislado con mi mama enferma, era mi mama y mi dolor, pero el compartirlo lo había podido transformar en menos solitario.
Se que Gus había demostrado ser un hombre increíblemente paciente y fuerte, sorprendiéndome una vez más, como tantas veces, pero mis hijos habían demostrado también una capacidad de amor y cuidado que nunca había pensado podía existir así, toda junta y dispuesta para ser entregada.
Todos habían crecido y se habían fortalecido, todos habíamos podido aprender de lo que como familia nos estaba pasando y nos habíamos permitido soltar las cosas que siempre habían estado allí guardadas para alguna vez, cuando fueran necesarias.
Hacia poco había vuelto a releer el libro de Simonton y había subrayado una frase:”La intimidad surge de los sentimientos compartidos. En el momento que comienzan a reprimirse los sentimientos comienza a perderse la intimidad”. Era tan simple como eso y allí estaba yo a mis cuarenta años descubriendo que el hablar claramente y con franqueza nos había devuelto salud a todos.
Cuando volví a abrir los ojos, ya en la sala de recuperación, miré el reloj sobre la pared y a mis lados, no habían pasado muchas horas, apenas tres o cuatro. Había otras camillas y otros pacientes que aún no habían despertado. Las primeras palabras que sentí en mi cabeza fueron “estoy viva” y me sentí profundamente agradecida, con lo que fuera que existe más allá de cada uno de nosotros.
Así, sin ponerle un nombre a la energía que había movido mis motores y me había puesto en marcha, simplemente sonreí, mientras levantaba la sábana para observar mi propio cuerpo.


XVII

Todo era extraño, mi cuerpo había cambiado notablemente. Una de mis mamas había desaparecido detrás de una pequeña cicatriz que parecía un bolsillo sobre el lado izquierdo, apenas ardía, casi no molestaba, a excepción de los drenajes que tenía colocados. Eran dos y asomaban por debajo de mi axila y en mi pecho, dejando escapar un líquido sanguinolento, que resultaba bastante impresionante.
Mi brazo izquierdo estaba allí inmóvil, esperando que las órdenes que le enviaba desde mi cerebro se pusieran en marcha, pero todo resultaba imposible, colgaba a un lado semi flexionado y medio adormecido, haciendo bastante difícil las cosas más sencillas. Hasta entonces no había tomado conciencia de lo complicado que hubiera sido que se tratara del otro brazo y la otra mama, me hubiera sentido muchísimo más torpe e incapaz de hacer cualquier cosa.
Casi de inmediato me enviaron a casa para seguir en reposo, previo haberme llenado de recomendaciones acerca de todo lo que no debía hacer con mi brazo izquierdo, y de cómo debía cuidarlo. Claramente no podía hacer nada, no comprendía de qué cuidados me hablaban ya que pensaba que iba a estar así para siempre. Claudia me había contado quede a poco iba a ir recuperando los movimientos, que eran importantes los ejercicios y me había mostrado como era ella misma, capaz de levantar el brazo operado en dirección al cielo.
Estar en casa era sencillo, bastante reposo, en la cama o en un sillón, manteniendo un almohadón debajo del brazo y pasando las horas entre la televisión y las lecturas de algún libro. Sin embargo, me había encontrado con la dificultad de la vestimenta, cada una de las veces que tenía que ir al control al hospital.
Primero se trataba de buscar alguna prenda que me permitiera estar cómoda y principalmente , que pudiera ponerme sin mover el brazo, luego, mirarme al espejo para buscar la manera de acomodar los drenajes con algún pañuelo en la cintura y por último comenzar a rellenar el corpiño con medias o algodón, para sentirme más cómoda con la imagen en el espejo.
No se trataba entonces de la pérdida de la mama, que había aceptado con bastante naturalidad, sino de las incomodidades que esto me había traído aparejado. No pasó demasiado tiempo para que me diera cuenta que nada de lo que había en mi placard me resultaba inútil, todo era muy escotado, muy ceñido al cuerpo, muy sexy. Mi imagen ahora se estaba acomodando a lo que encontraba en el espejo, muy gradualmente, explorándose de a poco y con paciencia.
Una mañana, cuando ya me habían retirado los drenajes, después de veinte días, decidí que no quería seguir viéndome con remeras gigantes, que se me antojaban de hombre, y las que iba sacando una a una, de la pila de Gus en el placard.
Mi brazo apenas se levantaba, separándose del cuerpo, para después volver a caer. Rellené entonces mi corpiño una vez más y salí a caminar por caballito, buscando en las vidrieras algo que pudiera serme útil. Con bastante dificultad me encerraba en los probadores para probarme ropa, y sin pedir ayuda, comenzaba a separar remeras y camisas para llevarme.
Había decidido que esa era mi nueva imagen y estaba decidida a amigarme con ella, para reconocerme en el espejo cada vez que me mirara.
Ese mismo día me propuse buscar en Internet algún lugar donde vendieran soutiens para mujeres mastectomizadas , que no fueran espantosamente feos y antiestéticos. Quería algo más que un corpiño con una prótesis. El sentirme mujer no dependía de mi mama, pero sí dependía de mi aspecto general, quería verme femenina y gustarme, para después gustarle al mundo.
Hace un tiempo había concebido la idea de que mis pensamientos representaban un común denominador y que por lo tanto, si a mi se me había planteado esta diyuntiva respecto de la elección de un soutien, era muy probable que esto mismo le hubiera ocurrido a muchas otras mujeres, que no se resignaban a lo que se ofrecía en las casas de prótesis ortopédicas.
Nuevamente, me sumergí en Internet, que por entonces había adoptado como una aliada maravillosa, para encontrarme que efectivamente existían algunas, muy pocas realmente, casas dedicadas a la corsetería femenina, que contemplaban la necesidad de la mujer de sentirse femenina.
Allí me encontré con encajes, colores, bordados y todo tipo de detalles posibles, hacían soutiens y trajes de baño adaptados a cada necesidad. Elegí algunos que me resultaron atractivos y acepté los consejos respecto de los breteles y las tasas, con la certeza de quien conoce su trabajo.
A los pocos días tenía una pila de nuevas remeras, corpiños y camisolas, y una lista infinita de ejercicios para poner en práctica, varias veces por día.
Yo no podía dejar de ser la buena alumna que siempre había sido, de tal modo que me ponía en marcha con los movimientos, en cualquier situación. A veces mirando la tele, otras mientras estaba en el baño, en el auto o escribiendo en la computadora. Mi brazo se movía en círculos sobre la mesa a una lentitud que parecía eterna y era francamente agotador intentar levantarlo apenas unos centímetros.
Sin embargo, lo fui logrando como todas las cosas que fui aprendiendo en la vida, con mucha paciencia y dedicación, como cuando leí el primer cuento de Borges y me pareció ininteligible, así, de a poco y ,casi obsesivamente , queriendo aprehenderlo para mí.
Mi brazo retomó su movimiento y gran parte de la sensibilidad perdida, mi imagen se acomodó en el espejo y en mi cabeza y una vez más había decidido no dejarme caer en la lástima sobre mi misma.
Todo lo que me estaba sucediendo en ese momento se me presentaba como un abanico de opciones, aún cuando estas parecían reducirse a la mínima expresión, siempre habían existido. Allí estaba la opción de compadecerme de mi suerte, limitarme a la pérdida y a las remeras gigantes de mi esposo o el proponerme elegir lo que realmente me hacía feliz.
Había aprendido a preguntarme una y otra vez : “¿Cuáles son las consecuencias de escoger este camino? ¿Traerá esta decisión que estoy tomando felicidad para mí y para quienes me rodean?# . Increíblemente al hacerme estas preguntas, las respuestas aparecían por sí solas, por sobre las demás opciones posibles, a través del registro de las sensaciones en mi cuerpo.
Generalmente uno atraviesa cada una de las opciones que se le presentan por el tamiz de la conveniencia y la racionalidad, pero es el cuerpo el que en definitiva va a marcarnos cuál de todas es la adecuada. Allí están los mensajes de placer y displacer, para que los escuchemos, las tensiones acumuladas en los hombros, los dolores de cabeza, el tedio y el bienestar sutil que se asoma en nuestros poros cuando algo nos llena el alma.
Mis opciones habían estado allí desde el principio y muchas veces, las elecciones que había realizado , me habían llenado de obligaciones y malestares .En muchos otros, yo ni siquiera había elegido mis propias respuestas.
Sin embargo, estaba dispuesta a aprender y a interpretar las cosas que me sucedían , escuchando mis propias emociones y a transformarlas poco a poco, para así, transformar la realidad.
Se que esto resulta difícil de comprender y hasta produce una sensación de incomodidad, ¿cómo dejar de ser personas racionales, que deciden en función de las conveniencias e intereses? Este ha sido mi desafío desde entonces y siempre que he tenido que elegir y decidir, me he propuesto tenerlo muy presente.
Casi como si se tratara de la primera vez, me encuentro mirando mis opciones frente a frente y eligiendo solo aquello que imagino me hará sentir bien.
Casualmente, me he sentido muy feliz al hacerlo y tengo la certeza de que han sido las correctas.

XVIII

Los pasos siguientes en el tratamiento habían estado muy claros desde el comienzo, luego de la operación era necesario realizar dos ciclos más de quimioterapia . Había transcurrido más de un mes desde entonces y la movilidad del brazo era muy buena, los análisis revelaban un cuadro clínico inmejorable y sin dudas, los cambios en la alimentación habían rendido sus frutos.
Desde el inicio, Otto me había tratado de convencer de los beneficios de la dieta macrobiótica, la cual me resultaba francamente difícil de poner en práctica. No podía resignar los litros de café que me devoraba a diario, pero había comenzado a equilibrar la ingesta de algunos alimentos, incorporando cereales y legumbres a cada comida y reemplazando la carne y el pollo por otros nutrientes. En ese entonces sostenía lo complicado de llevar a cabo una dieta totalmente macrobiótica , en principio por el aspecto social, que me remitía a transformarme en un bicho raro que buscaba en los menúes algo que pudiera comer y se tratara de productos naturales , “sin prana negativa“, como sostiene mi amiga Bettina. Luego de la operación, dejé automáticamente , de comer “cosas con ojos”, frente a las risas de quienes me rodeaban y la perplejidad de quienes conocen mi devoción por los dulces y chocolates . Curiosamente , me sentí mucho mejor.
Casi sin quererlo, Bettina comenzó a aparecer en mi vida como un guía espiritual , mientras se encontraba realizando su propia búsqueda interior, con mucho dolor y mucho crecimiento. Siempre había estado presente, desde el principio, siempre habíamos hablado y manteníamos una suerte de empatía sobre algunas cuestiones que nos resultaban muy básicas. Sin proponérnoslo, habíamos llegado a construir una especie de comunión muy fuerte de emociones, ideas y pensamientos. Ocasionalmente, habíamos intercambiado libros, pero claramente, ella aparecía ante mí con muchos mensajes que yo recién ahora podía comenzar a interpretar.
En su propia búsqueda interior, se había acercado a una Fundación denominada “El arte de vivir”, y era asidua concurrente de los miércoles para respirar , en los cuales se reunían unas cuantas personas para poner en práctica las nociones más elementales, sobre como respirar de una manera más completa, logrando una oxigenación profunda de todo el organismo. Cada una de las cosas que ella aprendía venían a mí como una respuesta a algo que estaba necesitando, con un halo de “ extraña casualidad” rondando alrededor.
Uno de los primeros libros que me acerca es “El secreto”, de Rhonda Byrne, que se transformó en un compañero inseparable de mis ratos de ocio, por entonces bastantes frecuentes.
Cuando comencé a leerlo , sencillamente me fasciné por lo que estaba encerrado entre sus páginas y me lo devoré de manera casi instantánea, tratando de poner en práctica algunas cuestiones que , mi mente racional y escéptica, me marcaban como imposibles de lograr. Sin embargo, no eran tales , y la famosa “Ley de atracción”, comenzó a fluir , como si nada pudiera detenerla.
Según esta ley, somos plenamente capaces de lograr aquellas cosas que nos proponemos desde lo más profundo de nuestro ser, ya que al formularlas como deseo estamos poniendo en marcha un complejo engranaje de sutiles movimientos que nos llevan hacia aquello que nos proponemos.
A lo largo de nuestra historia, habíamos vivido con Gus, infinidad de situaciones que nos habían demostrado que la Ley de atracción es tan real y tangible como cada una de las cosas que nos rodeaban. Habíamos logrado superar obstáculos prácticamente insalvables, habíamos conseguido cosas que resultaban imposibles y algunas soluciones habían aparecido como por arte de magia en nuestro camino. Sin lugar a dudas, el estar convencidos de lograr un objetivo, y de que el mismo es posible y real, había determinado que no bajáramos los brazos ni detuviéramos la rueda que el universo había comenzado a girar para satisfacernos.
He conocido gente que ha tratado de formularse sistemáticamente el deseo, aquello que desea lograr, sin éxito, pero también los he visto moverse como si conseguirlo fuera francamente imposible.
Yo comencé a formularme cada mañana mis propósitos diarios, pequeños, acotados y concretos, casi absolutamente accesibles. Al final del día los revisaba y descubría absorta que todos ellos se habían cumplido, casi naturalmente.
En ese formular cotidiano, había logrado interpretar que debía formularlos no desde la carencia sino como si los mismos estuvieran cumplidos. Pero también , había aprendido a agradecer en silencio todas cada una de las cosas buenas que me sucedían a diario.
Alguna vez había escuchado “no te vayas a dormir, sin aprender algo nuevo” y lo había interpretado como la importancia de acumular algún dato nuevo, de realizar un descubrimiento, de interpretar las cosas que nos rodeaban y sacar una conclusión profunda e ingeniosa. Sin embargo, todo me estaba pareciendo más simple, la lección era sencilla, irse a la cama y revisar mentalmente lo que uno había dado al mundo y lo que había recibido de él.
¿Cuántas veces , después de un agotador día, en el cual corrimos sin parar por cumplir con nuestras obligaciones y dejar satisfechos a quienes nos rodean, nos detuvimos a pensar en ese día? Francamente, siempre había sido para mí una tarea difícil y cuando me detenía a pensar sobre las cosas que me habían sucedido, encontraba la manera más sencilla de resolverlas, que era la de encontrar culpables para lo que yo misma no había podido lograr , en el mejor de los casos , o castigarme por las que sentenciaba eran mis propias culpas, lo que no había hecho, lo que no había logrado, lo que no había resultado. Allí estaba una y otra vez mi autoexigencia presente, la misma que ahora empezaba a diluirse, como por arte de magia.
Cuando comencé a realizar este ejercicio, me encontré en múltiples situaciones , donde había podido resolver cuestiones que se me antojaban muy difíciles, pero también me descubrí en el sinnúmero de cosas que podía agradecer de mi día.
Mis deseos eran sencillos y muy básicos, quería estar curada, pero no podía formularlo desde la ausencia de salud, por lo tanto lo hacía desde la presencia de movimiento y energía. Me repetía una y otra vez que deseaba sentirme sana, ágil y dinámica, que el estudio que debía realizar , sería rápido y sencillo, y así con cada una de las cosas que debía enfrentar.
Sin lugar a dudas, luego de formularlos, me ponía en marcha y no me detenía a quejarme de mi mala suerte, mientras encendía el televisor. Al finaL del día, allí estaban para sencillamente agradecerlos.

jueves, 23 de julio de 2009

Del cáncer a la transformación- Parte XV -

XV

Los últimos meses habían transcurrido de una manera vertiginosa, entre el diagnóstico, el ir y venir por el hospital detrás de algún estudio o algún médico y más tarde las visitas cada tres semanas para realizar las aplicaciones de quimioterapia me habían dejado exhausta y con la sensación de que el tiempo transcurrido se contaba con muchísima más lentitud que la habitual. Allí estábamos, llegando a fin de año y habiendo construido algunas certezas acerca del cáncer y las posibilidades de recuperación. Estas se iban incrementando cada vez más, la respuesta al tratamiento resultaba muy buena y me encontraba lista para poder enfrentar una operación que desde el comienzo se había presentado como difícil de llevar a cabo. La fecha era incierta ya que dependía de la respuesta clínica de mi cuerpo, pero habíamos establecido un acuerdo con el cirujano para llevarla a cabo los primeros días de enero.
En principio, me surgían preguntas sobre la misma, muchas de las cuales no tendrían respuesta sino hasta que la misma ocurriera. No podía adivinar de ningún modo cuáles iban a ser mis sentimientos, ni como iba a sentirme respecto de mi nueva imagen corporal, ya sin mi mama izquierda y libre del tumor, iba a tener un tiempo de drenajes que era incierto y se anticipaba bastante incómodo, para luego dar paso a una recuperación progresiva de la movilidad del brazo.
El médico respondía pacientemente a cada una de mis preguntas, sin dar más información que la que yo iba solicitando. Mis dudas surgían poco a poco, y cada vez que una de ellas se despejaba, aparecía otra y otra y así sucesivamente. Con su manera entre protectora y bonachona había podido decirme las cosas más duras, sin entrar en eufemismos ni realidades diluidas. Pero también lo había escuchado expresar alguna vez “no tengo dudas que vas a salir adelante, sos un torito…”, mientras me tomaba de la mano.
Entonces no estaba segura de todo lo que eso implicaba, pero creo que él estaba mucho más convencido de algunas de mis capacidades de lo que yo podía llegar a estarlo en ese momento. Me había visto enfrentar la enfermedad y el tratamiento hacía cinco años, sabía que tenía una paciente dispuesta a no bajar los brazos y a su manera, se encontraba jugando lo que nosotros comenzamos a llamar “una partida de ajedrez”. Cada movimiento parecía minuciosamente medido y estudiado al tiempo que parecía realizar un análisis muy detallado de todas las respuestas de mi cuerpo, para delinear el paso siguiente, o en su defecto, la siguiente jugada.
Así me encontró diciembre, haciéndome preguntas, preparándome para una operación y organizando una mudanza que habíamos decidido ya varios meses atrás, sin siquiera imaginar todo lo que después ocurriría en nuestras vidas.
Hacía bastante tiempo habíamos tomado la decisión de encarar el proyecto de cambiar de casa, como tantas veces lo habíamos hecho en estos años juntos , así, provocando la desesperación de quienes nos rodeaban y se limitaban a decir entre sonrisas: “¿otra vez?”
En nuestra historia como familia habíamos atravesado muchas mudanzas, tantas, que mi sobrina, había aprendido el concepto de nómades y nos comparaba con las tribus que iban y venían con su toldería.
Sin embargo, cada uno de estos cambios había resultado enriquecedor y lo habíamos vivido como una situación de crecimiento , defendiendo el concepto de que las paredes acompañaban los cambios de la familia a través de los años, convirtiéndose en una suerte de telón donde transcurrían todos los momentos. Nuestra pregunta siempre había sido “¿qué necesitamos para vivir?”, la respuesta era simple y sencilla y nunca la habíamos encontrada atada a nada que fuera tangible y que pudiera ubicarse en alguna dirección geográfica.
En esta ocasión, nos íbamos a trasladar durante un tiempo bastante prolongado a la casa de mi papá, para construir nuestra futura casa y esto no dejaba de resultarnos un enorme desafío.
Hacía unos meses nos habíamos encontrado frente a esta necesidad y la habíamos discutido largamente en pareja, en familia y en soledad, buscando alternativas, que nos resultaran menos dolorosas. Cada uno de nosotros tenía miles de razones para no hacerlo, creo que principalmente porque nos costaba desprendernos de un lugar donde habíamos vivido tantas cosas y de una manera tan intensa. Por primera vez , sentíamos esas paredes casi como una parte de nuestras vidas, habíamos hecho nuestro ese pedacito de jardín que se asomaba al fondo de la casa, habíamos desayunado largamente los domingos con el sol sobre nuestras cabezas, nos habíamos reído en la pileta jugando como chicos, habíamos tenido cenas románticas, luz de velas y extensas jornadas con música y adolescentes, había habido cumpleaños y amigos festejando de todas las edades, había habido asados y sobremesas en familia, sin dudas, habíamos construido una historia.
Aceptamos el desafío y decidimos poner manos a la obra para organizarnos con tiempo, dedicándonos a embalar con paciencia y mucha dedicación aquellas cosas que deseábamos conservar y que debían permanecer guardadas por un período que se nos hacía eterno. De muchas otras tuvimos que desprendernos poco a poco y con algún dolor.
En ese momento agradecí haber sido la mujer obsesiva que prolijamente separó, guardó, regaló y embaló todo lo que iba encontrando a su paso con más tiempo del necesario, ya que no hubiera podido hacerlo más tarde.
Sin embargo, a pesar de haber repetido el procedimiento innumerables veces en tantos años de vida juntos, quizás este fue el proceso más costoso emocionalmente, ya que había cosas que no podía guardar en cajitas, por diminutas que fueran, ni las podía encerrar en una mirada para no olvidarlas jamás. Esas, se habían transformado en las verdaderamente importantes.
Hace mucho tiempo y no recuerdo dónde, había escuchado a alguien hablar de un sistema para seleccionar lo importante de conservar de aquello que nos resulta prescindible. El sistema implicaba separar en tres cajas las cosas que íbamos encontrando en el proceso. En una de las cajas, debían ir las cosas de las que definitivamente estábamos seguros que queríamos desprendernos. En otra caja, las que deseábamos conservar y que bajo ningún concepto nos permitíamos dejar. Finalmente, en una tercera iban las que no tenían destino, las dudosas, las que nos hacían confundir hasta no poder optar por tomarlas o dejarlas ir. Al poco tiempo, uno debe tomar esta tercera caja y recomenzar la tarea, hasta que todo encuentre su lugar.
Adopté este sistema como propio y me desprendí de aquellas cosas que realmente no deseaba conservar en mi vida y que no sabía por qué razón seguía llevando conmigo a todos lados. A otras, las guardé con mucho amor para llevarlas adonde fuera, aunque se tratara de un pequeño papel con una dedicatoria, un libro viejo o una foto.
Cuando terminamos de guardar, me sorprendió darme cuenta que las cosas verdaderas, aquellas que se iban trasladando conmigo a todas partes, podían ser las menos valiosas para los ojos de los demás, y esas, eran las únicas que yo realmente necesitaba.
Acostumbrarme a vivir con mi papá no resultó sencillo, pero me permitió reencontrarme con muchas partes de una historia que no conocía, aunque fuera la mía. Esa historia estaba cargada de gestos, de desencuentros, de respuestas erradas, de actitudes esquivas y de olvidos significativos, que habían estado allí esperando que yo los recogiera uno a uno, para enhebrarlos y darles un sentido.
En su casa tuvimos que armar un espacio propio, y transformarlo en “nuestro”, con señales propias guardadas en un simple portarretratos, en una taza de café del juego de la cocina o en la textura de nuestras propias sábanas. Así de simple y así de maravillosamente complejo.
El final del año nos encontró derribando una casa, pero no cualquier casa, sino “la nuestra” , para construir poco a poco las bases de otra, que estaría allí esperando con sus propias paredes las nuevas historias que iríamos a vivir. Este iba a ser un proceso lento y trabajoso, seguramente con avances y retrocesos, dónde iban a existir momentos de crisis y de los otros, pero era un proceso necesario y nos iba a llevar un tiempo.
Todo parecía tan confuso y extraño y sin embargo, tan similar a lo que sucedía en mi interior. El cáncer había llegado a mi vida poniendo todo “patas para arriba”, haciéndome cuestionar cada una de las cosas que me rodeaban hasta el punto de reencontrarme con mi propia esencia, mi propio yo perdido y abandonado y con todo aquello que había elegido no saber a lo largo de mi vida, porque simplemente no me atrevía a ponerlo sobre la mesa. Había cosas por abandonar que siempre había llevado conmigo, había cosas por derribar y cosas por construir, pero también había un futuro esperando mis sueños una vez más.

martes, 14 de julio de 2009

Del cáncer a la transformación -Parte XIV -

XIV

El tratamiento se había incorporado a mi vida con una naturalidad sorprendente, había podido acomodar los horarios para seguir haciendo las clases de yoga de manera de tener cierta continuidad y mis citas de los martes con la psicóloga se habían convertido en algo más que necesarias.
A la siguiente visita con el patólogo mamario, parecía este muy asombrado de cómo había respondido mi cuerpo al primer ciclo, de modo que llamó a otro médico para corroborarlo.-“Yo no palpo tumor”, le escuchamos decir.-“a veces no hay respuesta al tratamiento”. Por mi parte, estaba convencida que no se trataba sólo de las drogas que habían logrado un efecto asombroso, sino que mi concepción llegaba bastante más lejos, había decidido no ignorar más mis necesidades emocionales y estaba decidida a poner el tratamiento de mi lado.
Las siguientes quimioterapias, los ciclos ocurrían cada veintiún días, fueron distintas a la primera. En ese entonces Sara, mi suegra, se convirtió en mi compañera incondicional durante las horas que debía estar en el hospital. Pero no se trataba solo de hacerme compañía pacientemente, sino que fuimos transformando esos encuentros en un espacio divertido y ameno. Cada vez, nos íbamos provistas de libros y claringrillas y establecíamos una suerte de competencia, para resolverlas. A veces nos permitíamos usar el diccionario, en otras nos cambiábamos palabras como si fueran figuritas difíciles. Más tarde armábamos un partido de burako sobre una bandeja y nos pedíamos revancha, tan solo para disfrutar de otro más a continuación. Solíamos conversar animadamente con nuestras ocasionales vecinas, compartir lecturas y algún que otro partido de cartas.
En algunas ocasiones hasta recibíamos los retos de Roberto, el enfermero, cuando levantábamos demasiado la voz o nos reíamos. Sin dudas, era la compañía que me hacía falta para terminar de transformar esos momentos. Me sentía cuidada, querida y protegida por primera vez, de la manera especial y única en que una mamá sabe hacerlo. Ella estaba ahí, como no suelen estar las suegras, tan solo porque así lo sentía, sosteniéndome la mano para no sentir el pinchazo, jugando como si estuviéramos en la playa una tarde de verano, leyendo revistas de chimentos, conversando, diciendo presente.
En una de estas sesiones de quimio, debía realizar cuatro antes de la operación, conocí a Claudia .Ella estaba junto a su mamá esperando recibir su ciclo de drogas a un par de sillones del que yo me había ubicado. Era un día especial, me sentía muy segura y hablaba de las terapias de centros de energía y la meditación con otras dos pacientes. Una de ellas estaba recibiendo su primer ciclo y la otra estaba perdiendo su cabello. Casi sin quererlo me encontré charlando animadamente y transmitiendo mi energía contagiosa a ambas, pasándonos los teléfonos y recomendando el lugar donde yo iba a hacer yoga. Claudia y su mamá se incorporaron a la charla, ya que uno de los profesores de la escuela de yoga había resultado casualmente ser su padre. A partir de allí nos pasamos las siguientes cuatro horas conversando juntas de las coincidencias de la vida, de nuestros tumores y de nuestras familias. Ella había pasado por el mismo tipo de diagnóstico y ya había sido operada, ahora estaba realizando su último ciclo de drogas y se había convertido en una experta ante mis ojos. Teníamos la misma edad, su hija mayor había ido al colegio donde yo era maestra, conocía la terapia de centros de energía y se había vuelto macrobiótica. Ese día Claudia me contó con detalles como había sido su operación, así como también los cuidados que había tenido que tener después con los drenajes y cómo había ido recuperando los movimientos del brazo poco a poco. Esas eran las preguntas que rondaban en mi cabeza, desde hacía unos días, y ella parecía estar allí para responderlas, tal como yo había estado hacía unos momentos, compartiendo mis humildes seguridades con quienes recién comenzaban en este proceso.
Nuestras casualidades parecían habernos encontrado una vez más, allí sentadas frente a frente, casi como si fuéramos dos personajes de “La Novena Revelación” de James Redfield, el encuentro se había producido porque teníamos algo que darnos mutuamente.
Ese día conocí a través de ellas a quien después se incorporaría a mi vida, para multiplicar mi energía de una manera asombrosa. Nos despedimos con un beso y prometiéndonos mantenernos en contacto. Yo llevaba además un número de teléfono anotado en la revista que había estado leyendo y la recomendación de contactar a Otto, así se llamaba su padre, para realizar una sesión de acupuntura al día siguiente.
Hasta ese momento me encontraba totalmente entregada a la medicina tradicional, confiando ciegamente en los médicos que me atendían. Entonces ¿por qué no intentar ver de qué se trataba esto de lo que tan maravillosamente me había hablado Claudia y su mamá?
Así fue como llegué a su consultorio al día siguiente, cargada de escepticismo y de una gran cuota de racionalidad, dispuesta a no dejarme pinchar si no me sentía segura del procedimiento.
Otto se dedicó a explicarme pacientemente todo lo que yo deseaba saber acerca de la medicina china, la acupuntura y la increíble forma en que estas agujas actuaban como pequeñas antenitas para recibir la energía del universo.
Sin embargo, hizo bastante más que explicar detalladamente. Poco a poco fue construyendo un espacio de confianza que transformó mis temores iniciales en las ganas de intentar saber qué efecto tendría la acupuntura en mi cuerpo.
Después de esa primera sesión, que en efecto me había resultado absolutamente indolora, no sentí el cansancio habitual de la quimioterapia ni me vi afectada por la baja de defensas. En todo caso, había sentido sí, muchísima energía y vitalidad, de una manera inusual.
Comencé a ser usuaria habitual de la acupuntura y a mantener extensas charlas con Otto, cada vez con más preguntas y apasionándome por una filosofía de vida que hasta entonces no conocía en profundidad.
Muchas de las cosas que escuchaba en su consultorio me resultaban totalmente novedosas y algunas pocas, vagamente familiares. De pronto me encontraba descubriendo que las agujas no se colocaban en cualquier parte del cuerpo, sino en aquellos lugares que actuaban como puntos de energía y desde allí iba a trabajar para recuperar el equilibrio perdido. Palabras que había escuchado antes desde otros saberes, pero que en definitiva hablaban de lo mismo, de desarreglos internos que venían de mucho tiempo atrás.
El yin y el yang habían estado desde siempre, allí como el día y la noche, imposibles de separar y de concebirse uno sin el otro. En mi caso la desarmonía entre ambos me había llevado a enfermarme y a obstruir la energía que circulaba por mi cuerpo.
Recuerdo escuchar las historias de Otto acerca del equilibrio y la energía, como quien se relaja y se entrega al sueño acunado por un cuento, mezclando fascinación con racionalidad. Para la medicina china el hombre es parte del cosmos, casi como una pieza diminuta de un engranaje, que necesita equilibrarse para sanar. Casi mágicamente había encontrado las ideas que me faltaban para comprender todo el proceso que estaba colaborando en mi curación. Allí estaba la energía que me rodeaba, la que había recibido de personas tan distintas y tan lejanas, la que viajaba conmigo, la que se movía cuando bailaba en la escuela de yoga al ritmo de los tambores africanos, la que resurgía cada vez que me alejaba para meditar.
En esa época de búsqueda intensa, me encontré con una frase que me conmovió: “La vida del hombre es resultado de la concentración de energía, si la energía se concentra aparece la vida, si la energía se dispersa viene la muerte” .
Así comienza la vida del hombre, en un acto de amor donde se concentra la energía y así se va apagando, simple y sencillamente, cuando la energía comienza a perderse para volver a unirse al universo.
No podía dejar de pensar que todo había estado interrelacionado desde el principio y casualmente allí estaba ahora para que yo lo fuera encontrando a medida que pudiera comprenderlo.

lunes, 6 de julio de 2009

Del cáncer a la transformación - Parte XIII -

XIII

Algunas rutinas se habían ido incorporando a mi vida casi sin darme cuenta y otras, claramente, se habían ido diluyendo poco a poco. Por primera vez en mucho tiempo me sentía verdaderamente vital y llena de energía.
Mis mañanas se habían transformado en un caminar y caminar, haciendo ejercicio, pero a la vez recargando la energía, después detenerme a leer y comer algo; quizás ir al cine a ver el montón de películas atrasadas que siempre había dejado para después, mientras me despatarraba en una sala vacía a media tarde.
De manera muy progresiva había comenzado a disfrutar de mis momentos de “meditación”, ya no sólo los buscaba sino que ahora los había empezado a necesitar. Los ejercicios del libro me resultaban más sencillos de llevar a cabo y las visualizaciones se habían ido transformando. Las imágenes eran cada vez más claras y me transmitían mucha paz y seguridad. La montaña de huevas grisáceas y gelatinosas que representaban mi cáncer, se iba diluyendo cada vez más rápidamente y mis leucocitos se multiplicaban hasta transformarse en millones a mi alrededor. Luego imaginaba mis metas, tan reales, tan posibles, tan cercanas, me veía feliz y disfrutando de la vida. Poco a poco se había ido diluyendo la desesperanza que había sentido al recibir el diagnóstico y a pesar de que me encontraba en pleno tratamiento y me quedaban muchos meses por delante, visualizaba a mis células cada vez más débiles y a mi tratamiento cada vez más poderoso.
Hacía exactamente dos semanas había recibido la primer aplicación de quimio y habíamos planificado con Gus una escapada de fin de semana, antes de tener el segundo ciclo. Pensábamos aprovechar ese tiempo para descansar, juntar energías, comer bien y reencontrarnos, así, como un paréntesis.
Esa mañana de jueves, después de bañarme, comencé a despedirme de mis rulos, medio rubios, medio castaños, los mismos que habían crecido conmigo, los que costaba desenredar con mucha paciencia desde siempre. Esos que se resistían a quedarse en su lugar y que de chica solo podían peinar las manos de mi tía Betty.
Me había imaginado muchas veces cómo podría llegar a ser el momento en que esto sucediera, ¿se irían cayendo de a poco o por mechones? ¿Cuánto duraría días, semanas, meses? ¿Cómo me iba a sentir cuando esto sucediera? No podía saber las respuestas hasta este momento, cuando me encontré que ya no podría desenredar mi cabello porque cada vez que pasaba el peine se iba un mechón entero, así, sin dudarlo, largo y con un rulo enmarañado cayendo al piso de mi baño.
Me miré al espejo y entonces como me había pasado casi siempre en estos cuarenta años, cuando aparecía una situación difícil que me asustaba, en lugar de paralizarme, di el primer paso para enfrentarla. Sin dudarlo, miré mis rulos sexies y tomé una tijera decidida a dejarlos ir, junto a todas esas cosas que tenía que abandonar; así, de una vez y para siempre, se fueron con mi mochila de culpas y dolores, con mis historias atravesadas , con mis culpas, dejando lugar a una cabellera cortita que duraría tan solo un día más.
Me miré al espejo y me gustó esa imagen de mujer segura .Fue ahí cuando decidí que después del tratamiento iba a tener un corte loco, desflecado, que iba a jugar con el color y quizás con mechas largas entremezcladas.
Allí estaba yo, mirando mi nueva imagen al espejo y decidiendo terminar con la tarea comenzada el día anterior. Fue así como llegué a rasurar toda mi cabeza, sin preámbulos, sin llantos, sin dudas, despidiendo una etapa y jugando con la siguiente.
Allí estaban mis ojos mirándome desde la imagen reflejada en el espejo, tratando de asimilar los cambios, recorriendo de arriba hacia abajo, observando cada pliegue del cuero cabelludo, cada marca. Parecía un mapa de mi vida, algún corte de chica que había olvidado , las arrugas en los ojos salidas de cada risa compartida, mi entrecejo fruncido y duro, que estaba comenzando aflojarse. Estaban todas mis señales, todos mis momentos en cada una de ellos y este era una más, para recordarme un nuevo aprendizaje.
El paso siguiente era maquillar mis ojos con cuidado, buscar una de las pelucas y comenzar a hacernos amigas, hasta poder ir juntas con comodidad por la vida.
Al principio mi pelada había estado reservada a la mirada de Gus, que decía que me resaltaba más los ojos, que mi cabeza era muy parejita y que le parecía también muy sexy.
Solía maquillarme y salir de mi habitación con la peluca puesta, tratando de proteger a los demás de ver el primer signo visible de la quimioterapia en mi cuerpo.
Sin embargo, a los pocos días fui a una clase de yoga con mi peluca y al poco rato de comenzar, sentí que había cometido un terrible error. Me sentía incómoda y pendiente de no perderla en cada movimiento, no podía bailar ni moverme, sentí que no había podido disfrutar de la clase y que había estado muy tensa todo el tiempo. Al finalizar, la profesora me preguntó cómo me había sentido y yo le comenté que estaba usando peluca y que esto no me había permitido sentirme del todo bien, explicándome como si pidiera disculpas. Alrededor había un par de compañeras que con absoluta franqueza se incorporaron a la conversación y me dijeron: - “este es tu espacio, sentite libre”.
Ese era mi espacio, al igual que el de mi casa y tenía que empezar a sentirme a gusto con este cambio, no taparlo y esconderlo de la mirada de los otros, la que siempre había estado allí.
Sin saberlo, me estaba yendo de la clase con algo más que energía, la misma que ese día no había fluido .Habían pasado otras cosas en mi interior, había podido escuchar con el corazón la frase “sentite libre” y había decidido que deseaba sentirme así.
En esos días había caído mi cabello de una vez, pero también había logrado verme diferente, comprendí que nada hubiera podido ser de otra manera, al menos no para mí.
En el transcurso del tratamiento me encontré con muchas mujeres en mi misma situación, pero cada una llevaba este cambio de manera tan distinta que hacía pensar que en realidad era más una huella de identidad, que otra cosa. Conocí mujeres que persistían en un cabello escaso y muy ralo, como tratando de no desprenderse de lo poco que les quedaba de su vida anterior. Conocí otras que llevaban su pelada con un aire tan seductor y libre, que hacía pensar que la vida se había transformado en un desafío. Las conocí hablando de las conquistas por venir, de las pérdidas sufridas, de los aprendizajes logrados, de los descubrimientos, de los dolores permanentes, de los hombres que se iban asustados y de los que llegaban para quedarse, de los hijos que se alejaban y de los que se acercaban, de los amigos que desaparecían y de los que gritaban presente. Mujeres viviendo el cáncer como viven la vida, algunas entregadas y aceptando, otras enfrentando y peleando, algunas tan sólo esperando mientras otras creíamos que se trataba de una nueva oportunidad que nos regalaba la vida para crecer.